Nos mueven mil batallas, pensamos
que el mundo es nuestro, que somos eternos, que podemos
engañar sin ser descubiertos, que únicamente el progreso
depende de la voluntad de los poderosos, que nuestro amigo
es don dinero y poco más, de ahí los dos linajes, los que
tienen todo y los que no tienen nada. Mejor nos iría si no
fuéramos de este pasto de intereses, y fuésemos más de la
vida; de convivir con el ciudadano, pero no de vivir de su
trabajo; evidentemente, cada uno tiene que buscarse su
sustento en el mundo, pero no en la ciudadanía. Ciertamente,
es difícil vivir en un espacio en el que todos hacen trampa.
Los fuertes siempre ganan. Los débiles siempre pierden. Por
eso, el mundo precisa de otras manos, de menos muros, de
otro coraje, de otros espacios más justos, de otro espíritu
más ascendente y menos competitivo. Desde fuera no se salva
este caos. Hace falta, en lugar de hablar tanto, escuchar
más. La donación, el servicio, la amistad, germina del
corazón de las gentes, del acercamiento. Está visto que las
cosas que más nos conmueven, no pueden verse ni tocarse pero
se sienten en el alma, se registran en el corazón de manera
invisible; no en vano la felicidad no se consume, tampoco se
produce, surge del bien que sembremos, del afecto que demos,
siendo fieles a nosotros mismos y a la comunidad
humanitaria.
Por desgracia, seguimos inspirándonos en mundos
contradictorios, en mundos desconcertantes, donde la
atención a vidas humanas es lo que menos importa. Todo lo
mueve la economía cuando lo importante es la humanidad. Cada
día más personas precisan asistencia. Muy pocos van a su
encuentro con el corazón en la mano. Necesitamos trabajar
sin descanso por esa gente que malvive en la miseria, que va
de acá para allá, sin rumbo, buscando el sosiego y la paz
que no encuentran en su país. Requerimos la total
eliminación de factores discriminantes en un mundo global.
Tenemos que ahuyentar los discursos del odio y redoblar
nuestros esfuerzos en salvar y en recomponer vidas humanas.
Frente a una realidad de sufrimiento, el mundo precisa
palabras de consuelo, llevar esperanza y promover una
asistencia permanente. El ser humano no ha sido creado para
las contiendas, sino para entenderse, para formar familia,
puesto que el mundo también nace en nosotros, en cada uno, y
dentro de nosotros adquiere el valor que le demos, la
conciencia que le injertemos. Cualquier acción individual de
asistencia, por pequeña que nos parezca, contribuye a un
mundo más habitable. No olvidemos que todo lo que es humano
tiene que ver con nosotros, y como tal, debe ser nuestro
compromiso y nuestro afán prioritario.
Por consiguiente, tenemos que buscar, donde quiera que haya
un ser humano necesitado, la forma de llegar a él, sin otro
interés que la ayuda incondicional. No hace falta hacernos
ver, sino observar para alcanzar nuestro abrazo al que en
verdad lo precise. Tenemos necesidad de unirnos, de
hermanarnos, de sentirnos necesarios unos de otros. En el
mundo cohabita demasiada tensión que dificulta los diálogos
pacíficos. Tampoco es de recibo que las autoridades escojan
la fuerza para responder a las protestas del pueblo. Estamos
sufriendo un periodo de agitación en todo el planeta,
motivado por las desigualdades y la intolerancia, por la
inseguridad y la falta de credibilidad de las instituciones.
Bajo esta atmósfera debemos mantenernos activos en los
derechos humanos, en hacer frente a las muchas degradaciones
humanas; y, sobre todo, tenemos que poner fin a las guerras
y erradicar la pobreza. Se puede y se debe hacer. Es
cuestión de indagar en los motivos y ver la manera de
cooperar a nivel global. Desde luego, creo que no tenemos
una mejor prueba de avance de una civilización que la
cooperación. Estoy convencido, pues, de que llegará el día
que los seres humanos no sólo existan, sino que también
puedan vivir (y convivir), al menos con lo esencial, sin
tantos sobresaltos.
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