Me había prometido, querido
Carlos, cuando lo de Serafín Becerra Lagos, de lo
cual ya mismo se cumplirá un año, no escribir ninguna otra
semblanza en honor de los amigos que nos dejan, debido a que
las lágrimas me pueden y lo paso muy mal. Sin embargo, cómo
podría yo limitarme, en tu caso, a darle el típico “sentido
pésame” a los tuyos, sin más, por el hecho de que hacerte la
necrología me cueste ahondar más en mi aflicción.
Mira, Carlos, en cuanto me he enterado de lo tuyo, muy de
mañana, por medio de Ángel Muñoz, de quien tantas
veces me hablaste tan bien, y a quien yo le trasladaba las
buenas impresiones que te causaba, cada vez que os tocaba
charlar de asuntos varios, he dicho: ¿cómo es posible que
Carlos y yo hayamos podido mantener 31 años de relaciones
amistosas? Las que, todo hay que decirlo, no han estado
exentas de desencuentros, que siempre duraron nada y menos.
Sí, Carlos, voy a repetirme: nos presentaron un 18 de julio
de 1982. A las dos de la tarde. Ibas vestido de dulce, es
decir, atildado en su mejor acepción. Y tenías tan buena
facha que nos dejaba a todos huérfanos de las miradas
femeninas. Te lo cuento, una vez más, porque me consta lo
mucho que disfrutabas, en los últimos años, cuando a mí me
daba por recordarte cómo eras en aquellos tiempos. Más bien
cómo yo te veía, que a lo mejor no era así para otros.
Eras, además, Carlos, un hombre de mundo; cosmopolita, en el
sentido más exacto del adjetivo. Viajero incansable y
dispuesto a saber cada día más de cuanto concernía al arte
de las joyas. Con el fin de que la Joyería Chocrón fuera
adquiriendo esa perfección de la que siempre fuiste esclavo.
Sí, Carlos, sÍ; pocas veces he visto yo a nadie tan
minucioso en la realización de cualquier trabajo y tarea.
Concienzudo en el hacer, exigente…Te sobraba clase y genio.
Ya que llevarte la contraria no entraba en tus planes. Sobre
todo cuando te dedicabas plenamente a organizar cualquier
acto y no querías, bajo ningún concepto, que a nadie se le
escapara el menor detalle. De no ser así, tu mirada lo decía
todo.
Tu mirada en los años ochenta, aquellos despendolados años,
donde todos creíamos que nos íbamos a comer el mundo, estaba
repleta de ironía. Y vivías la alegría de los hombres
emprendedores que estaban convencidos de que la felicidad es
la realización, en los años maduros de la vida, de los
ideales soñados en la juventud. Y a fe que acertaste. Tus
logros fueron tantos como amigos fuiste ganando y hasta
conseguiste, junto a Alicia, tu mujer, que vuestros
hijos fueran excelentes en todos los sentidos.
Lo que no pudiste evitar, mi querido amigo, fue la tragedia
a la cual todos estamos expuestos. La tuya y la de Alicia
fue terrible; la peor que puede proporcionar la vida: tener
que enterrar a dos hijos. Estuviste a punto de zozobrar.
Anduviste un tiempo sometido a la tortura del dolor y
desconsuelo. Y, cuando parecía que te dejarías llevar por
esa corriente de desesperanza, un día te vimos ir subiendo
de tono hasta desembocar en la nueva vitalidad que te habías
ido forjando.
Ello, querido Carlos, pues lo hablamos en su día, se debió
también al comportamiento de Moisés; tu hijo. Quien
se hizo mayor a pasos acelerados y se puso al frente de la
tarea que parecía no agradarle. Moisés, tan perfeccionista
como tú, continuará la obra. La tuya y la de Alicia. Y
ahora, Carlos, me vas a permitir que te llore. Lo justo.
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