Cuánta gente muerta hay aquí, Dios
mío!, leo que ha exclamado una vecina de la zona a través de
una radio gallega. De la zona donde ha descarrilado un tren
Alvia, el miércoles pasado, con el resultado de al menos 78
muertos, y también un centenar de heridos. Y caigo en la
cuenta de que fue lo que yo exclamé en el sótano de un
convento de Lebrija hace 41 años.
En aquel sótano umbrío y tétrico, de un convento situado en
una costanilla, se iban amontonando cadáveres, muchos de
ellos casi irreconocibles, ante la mirada estupefacta de
quienes accedimos muy pronto al lugar de los hechos. Éramos
pocos, pero todos estábamos imbuidos por una sola idea:
ayudar a los familiares que iban llegando para saber si
algunos de los suyos, viajeros del “tren de la muerte”, se
hallaban en tan fúnebre lugar.
¡Cuánta gente muerta hay aquí, Dios mío, me repetía, una y
otra vez, mientras que íbamos cubriendo con mantas a quienes
yacían sobre un suelo que aún conservaba la humedad
repelente de los sitios en los que jamás el sol había tenido
la menor posibilidad de penetrar.
Todos los muertos lo habían sido por mor de un siniestro
ferroviario, debido a un error humano, que es lo que dicen
que también ha ocurrido en esa curva maldita, a la entrada
de Santiago de Compostela. Exceso de velocidad. Y debe ser
así. Ya que las imágenes grabadas por una cámara de
seguridad parecen esclarecedoras.
El relato de aquel accidente lo tengo grabado a fuego en mi
mente. Y lo puedo referir de memoria cada vez que lo crea
necesario y conveniente. Y, cuando principien mis dudas, por
achaques de la edad, siempre podré recurrir a ‘Habitantes y
Gente de El Puerto de Santa María’: página Web a la cual
acudo con frecuencia para complacer a la nostalgia.
Eran las siete y media de la mañana de hace 41 años: viernes
de julio de 1972. El ferrobús que hacía el trayecto
Cádiz-Sevilla con 200 pasajeros y cuatro vagones, salió de
la estación de El Cuervo (Sevilla), a pesar de que las
señales se lo prohibían, chocando a los pocos minutos de
manera frontal con el expreso Madrid-Cádiz, con 500
pasajeros, un convoy con 14 coches tirados por una máquina
diesel.
Aquel siniestro cambió mi vida. Ya que en él murió un amigo
con quien yo había quedado citado para firmar un contrato
que me hubiera mantenido varios años en un cargo. Cuando
llegué al lugar del encuentro me entregaron un mensaje que
había dejado para mí. Me he visto precisado a viajar a
Sevilla, porque el especialista que atiende a mi mujer me ha
llamado a última hora, para hacerle el chequeo del semestre,
ya que ha creído conveniente adelantar sus vacaciones. Nos
vemos mañana…
Mi amigo y su mujer tuvieron mala suerte. Ya que ambos se
montaron en el ferrobús Cádiz-Sevilla y a las siete y media
de la mañana perdían la vida. En cuanto me enteré de la
tragedia, acudí raudo al escenario del siniestro. El cual se
ofrecía dantesco. El resultado había sido 87 muertos y 112
heridos.
Aun así, es decir, en medio de tan dramática situación, un
horror en todos los sentidos, pude darme cuenta de que los
poderosos son los menos afectados en tales trances. Y hasta
tratan por todos los medios de convertir en chapuza
cualquier circunstancia que requiera máxima atención. Espero
que ello no suceda en Galicia. ¡Cuánta gente muerta hay
allí, Dios mío!
|