Los veranos siempre han suscitado
declaraciones encendidas de los predicadores de la moral
contra las mujeres. El asunto hace que me adentre en el
túnel del tiempo hasta llegar a cuando se publicaban unas
normas que remitía la Dirección General de Seguridad a los
gobernadores civiles de las provincias litorales sobre
normas playeras:
“Queda prohibido el uso de prendas de baño indecorosas,
exigiendo que cubran pecho y espalda debidamente, además de
que lleven faldas para las mujeres y pantalón de deportes
para los hombres”. “Quedan prohibidos los baños de sol sin
albornoz”. “La autoridad gubernativa procederá a castigar a
los infractores, haciéndose público el nombre de los
corregidos”.
Después del baile agarrado, el principal desasosiego de los
obispos es la falta de moralidad en las playas. El informe
sobre moralidad pública del patronato de protección a la
Mujer de 1944 señala, como nota destacada, “la enorme
mezcolanza de hombres y mujeres en las playas”. Cuando
alguien ve acercarse a los guardias da la voz de alarma:
“¡Qué viene la moral!”, y los bañistas sin albornoz corren a
introducirse en el agua para evitar la multa”.
El padre Blanes denomina las playas, con acertada
metáfora, “gusaneras multicolores”. Y dice lo siguiente al
respecto: “Después del pecado original, y cabalmente a causa
de él, somos incapaces de gozar inocentemente al ver las
bellezas de un cuerpo humano. Por eso es menester cubrirlo,
para no ser a los demás ocasión de pecado, cosa que, por
otra parte, es necesaria en nuestro clima.”. Como establece
el padre Laburu S. J.: “El peligro de las playas radica en
que la exhibición impúdica hace que las pasiones se
desborden en lujuriante actividad y violen, por tanto,
precozmente los altos fines de la Divina Providencia”.
El padre Laburu S. J. no se limita a denunciar la ponzoña:
también señala su antídoto, sus propias ideas sobre la
indumentaria playera de la mujer honesta: falda larga hasta
media pierna, pantaletas y mangas cortas, y un gracioso
escote redondeado que oculte la fea prominencia de las
clavículas. Cuando una señora se queja a su director
espiritual de que el traje de baño obligado pesa una
tonelada cuando se moja, éste le responde que más pesa el
pecado.
Aquellas imposiciones, cuando la moral de los obispos exigía
que las mujeres utilizaran un vestuario adecuado que permita
libertad de movimientos, conservando todo el recato
necesario, acabaron porque los españoles y las españolas
dijeron ¡basta ya!, y la Iglesia hubo de ceder ante la
llegada de nuevos tiempos donde no tenía sentido regular la
vida personal y colectiva vía deberes con el fin de darle
suma importancia a lo que haces, no a lo que crees.
Hace ya años, una periodista finlandesa que tuvo la
oportunidad de convivir en Afganistán con mujeres que
llevaban burka observó cómo en la calle se tapaban, pero de
puertas para adentro lucían sus mejores aparejos y se
arreglaban para estar guapas para su marido.
Válgame el introito para referirme a la polémica causada por
la charla de Malik Ibn Benaisa en una mezquita y que
RTVC grabó y difundió. Y decir que no seré yo quien trate de
enmendarle la plana a un estudioso del Corán ni a su
interpretación. Pues quienes deben hacerlo son las mujeres
musulmanas que se sientan ofendidas. O bien les conviene
preservar intactas algunas cosas que, afortunadamente, se
han perdido en otras religiones. Ellas verán…
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