En nada me siento menos imperito,
gracias a que fue mi oficio durante muchísimos años, que en
cuestiones futbolísticas. Deporte que me interesa más que
ningún otro, aunque casi todos me gustan lo suficiente para
verlos. Así que podría muy bien hacer mía la frase que se le
atribuye a Albert Camus: “Todo cuanto sé con mayor
certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se
lo debo al fútbol”.
El fútbol es una actividad que acapara la voluntad de sus
actores. Como todos los deportes. Si bien éste, por ser el
deporte rey, exige una entrega ilimitada a los
profesionales. Llamado el opio de los pueblos, por la
ascendencia que ejerce sobre las personas, el fútbol fue
mejorando en todos los aspectos con el paso de los años.
Nada que ver, pues, aquel balón que disponía de un cosido
por donde se hinchaba, con los actuales. Un balón que, si le
dabas con la cabeza, por el cosido, te aseguraba una
raspadura y la consiguiente jaqueca. Y qué decir si el campo
de tierra estaba enfangado y la grava se adhería al cuero.
Aún recuerdo un partido en León donde los jugadores llevaban
todos pañuelos atados a la cabeza.
No me cansaré de decir que la llegada de Helenio Herrera
a los banquillos fue un soplo de aire fresco para los
entrenadores. Él se hizo respetar en un oficio donde el
entrenador era un don nadie. HH hizo posible, con su enorme
personalidad, que todas las miradas y las críticas recayeran
sobre él. Con lo cual monopolizó la atención y se convirtió
en el punto de mira de tirios y troyanos. A partir de ese
momento, los entrenadores adquirieron prestigio y ganaron
más dinero que nunca antes. Creó escuela. Muchos años
después aún se seguía hablando de sus métodos y de cómo
imponía sus criterios por encima incluso de las figuras de
la época.
De HH ha trascendido una frase que hizo popular y que sus
más encarnizados rivales la siguen usando para describirlo
como un tipo arrogante: “Ganaremos sin bajarnos del
autocar”. Conocido por el sobrenombre de El Melenas, sus
jugadores le adoraban.
Cuando a mí se me ha preguntado por él no he tenido el menor
inconveniente en compararlo con José Mourinho,
cambiando lo que haya que cambiar. Ya que en aquellos
entonces los medios de comunicación eran pocos y no se
escribía de fútbol como ahora. Y, por tanto, difícilmente
podía el entrenador estar todo el día en el candelero. Ni
aun siendo HH.
HH era actor, además de ser el mejor entrenador de fútbol.
Que es lo que debe ser un entrenador. Entrenadores que sean
también actores, actualmente, solo hay dos: Guardiola
y Mourinho. El primero es lo más parecido a Charles Boyer.
Que trata de embaucar a sus admiradores con sus visajes. La
cara del Pep, cuando habla, es el fiel espejo de una
persona cuyo cometido principal es convencernos de que
estamos ante una criatura sincera, acogedora, leal y con una
capacidad intelectual que para sí la quisiera Mario
Vargas Llosa. El segundo, es decir Mourinho,
lucha denodadamente para que nadie ponga en duda que él
detesta a los hipócritas. A los aparentes. A los sepulcros
blanqueados. Es una especie de James Dean.
Y, claro, en España se salvó de ir a la hoguera porque al
inquisidor Relaño toda la fuerza se le va por la boca
defendiendo lo que le ordena su parte alícuota femenina.
Guardiola, desde que habla alemán, ha dejado de ser Charles
Boyer para convertirse en un actor de películas de las que
hacía la UFA.
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