Somos una generación, que para
bien o para mal, cada uno de nosotros contribuimos a hacer
camino. Es cuestión de saber dirigirse hacia un lado o hacia
el otro. La situación del mundo globalizado pone de
manifiesto no sólo avances, sino que revela también
múltiples amenazas. El riesgo de nuestra época es la nula
interacción entre la ética y el intelecto, entre la
conciencia y la moral, entre la inhumanidad y el poder que
aplasta al débil. Ya lo advirtió Cicerón en su tiempo: “nada
perturba tanto la vida humana como la ignorancia del bien y
el mal”. De ahí que vivamos un retroceso sin precedentes, al
dejarnos dominar por falsos progresos, que nos han llevado a
la oscura sensación de una vida vacía, sin sentido, crecida
por el absurdo de la posesión material. Ha llegado la hora,
pues, de reflexionar sobre la destrucción del bien y de
reconstruir un futuro más auténtico, más socializador y
menos desesperante.
Desde luego, a poco que meditemos sobre la situación actual
del mundo, veremos que hay una proliferación de múltiples
manifestaciones de desorden, de injusticias y violencias,
que nos impiden ver otros horizontes. Estamos cansados del
mal y ansiosos por el bien. Tenemos que despertar. Buscar
otra orientación. Fomentar otras actitudes más nobles y
desinteresadas. Hay males inaceptables que debemos
desterrarlos del planeta. Concretemos. Vayamos, por ejemplo,
a los recientes cálculos de la Organización Internacional
del Trabajo (OIT), donde cerca de veintiún millones de
personas son víctimas de explotación laboral y trata en el
mundo, de los cuales un millón se encuentran en los Estados
de la Unión Europea, que casualmente tienen como uno de los
principales objetivos, promover los derechos humanos en su
interior y en todo el mundo. ¿Por qué tanta palabrería
incumplida, para qué tantas metas sin verdadero compromiso?
De alguna manera, hemos perdido la seriedad por el
desarrollo integral de las personas, el desvelo por la
búsqueda constante del bien ajeno como si fuera el propio,
el afán por ser familia y hacer familia.
La humanidad tiene que retomar los derechos, pero también
los deberes, tiene que pensar que pertenece a una especie
(la familia humana) que otorga a cada ser humano una especie
de ciudadanía mundial, cuyo destino final es la convivencia
con el bien, o lo que es lo mismo, la familiaridad con la
bondad. Es de desear que Europa pase de las buenas
intenciones a unas manos claras, convincentes, esforzándose
por aumentar la transparencia de las instituciones que la
gobiernan y hacerlas más democráticas. Lo mismo sucede con
otros continentes. Es menester que África deje de ser sólo
objeto de asistencia, para ser sujeto responsable de un modo
de compartir. También es de esperar que, en Asía y el
Pacífico, se produzca un crecimiento sostenido, inclusivo y
equitativo. Igual diremos de la extrema pobreza de América.
Todos estos desajustes son fruto de discriminaciones
consentidas, de desigualdades persistentes, de falta de
consideración humana en definitiva.
Ciertamente, los años pasan y el desconsuelo es mayor.
Estamos cansados del mal, yo diría que muy cansados del mal,
y no queremos ser ignorantes de este mal. Necesitamos
conocer (y reconocernos) en la verdad. Por desgracia, todo
se confunde y todo parece reconducirse en la
irresponsabilidad. Podemos estar ansiosos del bien, pero sí
practicamos la exclusión y relativizamos lo verdadero,
difícilmente vamos a poder avanzar hacia ese bienestar que
todos nos merecemos. Precisamos, en consecuencia, la familia
humana activar las relaciones de deberes y derechos, unidas
a correlaciones de gratuidad, compasión y clemencia. No cabe
duda que en el momento actual se ama poco, porque amar a
alguien es querer su bien (más allá de los lenguajes) y
ayudarle a conseguirlo. Tampoco se trabaja por el bien
colectivo y el esfuerzo por él es muy sectario. Para empezar
deberíamos huir de los mesianismos prometedores, que fraguan
quiméricas ilusiones, puesto que la decepción después será
mayor. Tenemos que buscar otras expresiones más directas que
nos hagan reflexionar, y reencontrarnos. La sociedad cada
vez más preparada, puede que nos haga más listos, pero no
más sabios que es lo que nos interesa. Tan importante como
poder ser, es poder pensar por sí mismo. Cada día estamos
más cerca unos de otros, sin embargo esto tampoco nos
fraterniza. Deberíamos, por ende, impulsar mucho más otras
fuerzas, como puede ser la del corazón, con el fin de hacer
cambiar los procesos económicos (el gran Dios actual) hacia
metas plenamente humanas (y no divinas). De un tiempo a esta
parte, todo lo divinizamos.
Al bien se llega desde otros frentes más sensibles con las
personas. De nada han servido hasta ahora los objetivos para
que los pueblos salieran del hambre, las enfermedades
endémicas o el analfabetismo, puesto que seguimos ofreciendo
idénticas migajas, y sin otro horizonte que la miseria para
los mismos de siempre, los que jamás han salido de la
pobreza; en cambio, los dividendos propios de la evolución
han beneficiado a determinados poderes, que, como siempre,
han hecho un mal uso de ese bien colectivo. Sin duda, para
que se produzca un crecimiento real, extensible a todos, hay
que pensar de otro modo, dando una utilidad colectiva a las
ganancias. Ahí están los efectos del mal, mientras la
riqueza mundial crece en términos absolutos, también
aumentan las desigualdades con el consiguiente incremento de
la pobreza. Es público y notorio que, cuando una sociedad se
encamina hacia el egoísmo y la supresión del bien común,
acaba por no encontrar la motivación para salir del pozo,
porque pierde la sensibilidad personal y social para acoger
una nueva vida.
Ante esta triste realidad que nos hemos forjado, pienso que
necesitamos recapacitar para distinguir el bien del mal,
algo que a primera vista parece fácil, pero que exige un
nuevo compromiso para poder renunciar a metas que no
conducen a nuestra realización humana. Nos hemos dejado
dominar por gentes con dominio, sin escrúpulos, que han
invertido el orden natural de las cosas, y que ahora
pretenden alterar nuestro propio pensamiento. Tampoco serán
felices, porque es persiguiendo un espacio para todos como
hallamos también el nuestro.
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