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OPINIÓN - SÁBADO, 6 DE JULIO DE 2013

 

OPINIÓN / EL OASIS

Elogio del traje
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

A mí cuando me hablan de los años sesenta se me pone el cuerpo marchoso y los oídos prestos a escuchar atentamente cuanto se me diga al respecto. ¡Ay, los llamados ‘felices sesenta’! Fueron bálsamo para curar las heridas de los terribles cuarenta y cincuenta.

Yo llegué a Madrid hecho un provinciano. Por más que hubiera vivido dos años antes en una capital tan llena de misterios carnales como era la Córdoba de la época. Aquella Córdoba golfa de la que se ha hecho libro muy ajustado a la realidad de entonces.

En Madrid, a pesar de que ya se oían ecos lejanos de los hippies nacidos en Estados Unidos, todavía había que embutirse en un traje para poder adentrarse en sitios como Perico Chicote o el Abra. Dos lugares de alterne donde las mujeres te miraban de modo que mantenerles el pulso suponía estar en desventaja.

En aquellos años, donde principiaron los hombres a vestirse de colores. Camisas estampadas y demás… Resultaba imposible entrar en Pasapoga sin el adecuado terno gris marengo o negro. A no ser que fueras Fernando Fernán Gómez y Francisco Rabal. Aunque ambos tenían tan buen gusto que usaban el traje hasta para acudir a las Ventas del Espíritu Santo en las tardes de corrida.

Vestir de traje y corbata no sólo era necesario en Pasapoga, sino que también lo exigían en El Molino Rojo; local de cortinas como su adjetivo indica, barroco en todos los sentidos, y donde principiaba ya la agonía de los dulces bailes, cálidos como sobacos, con orquesta y vocalista.

En Madrid, un verano muy caluroso, fue cuando yo un día, paseando por la Puerta del Sol, descubrí una sastrería que anunciaba cómo era posible hacer un traje a medida en 24 horas. Y acudí presto al reclamo. Y antes del tiempo previsto ya estaba mi traje dispuesto en caja adecuada.

Menudo pote me pegué yo con aquel traje hecho a mi medida, de color beige, y que me quedaba como nunca más ha vuelto a quedarme ningún otro. Traje de verano. Y allá que lo paseé por mi pueblo, como quien no quiere la cosa, ante la mirada furtiva de cuantos se cruzaban conmigo.

A mí los ternos me han encantado siempre. Y dado que, durante muchos años, he podido disfrutar de una vida en la que me he tenido que relacionar con mucha gente e incluso asistir a muchas fiestas y acontecimientos, el llevarlo no me ha producido nunca la sensación de estar disfrazado de nada.

Simple y llanamente cumplía, de muy buen grado, con las normas ceremoniales establecidas. Aun sabiendo que el habito no hace el monje. Con lo cual es evidente que querer prescindir de un traje donde el protocolo aconseja lucirlo, y presentarse con una camiseta de andar por casa, son ganas de querer destacar como alguien que desprecia a los demás. Alguien que quiere transmitir una imagen de sencillez y humildad y acaba consiguiendo el efecto bumerán: que la gente piense de él que es tonto, además de un tipo fatuo.

Con una camiseta de andar por casa suele presentarse el líder de la coalición Caballas en los plenos. Y está en su derecho. Por más que su mal gusto sea palmario. Ahora bien, si encima anuncia a voz en cuello que él traje es el disfraz del político profesional y que él no pasa por ahí, el asunto cambia. Porque trata de singularizarse.

Así que habrá que recordarle al líder de Caballas que sí se puso traje y corbata el día que vino a Ceuta Juan Carlos I. Eso sí, el terno le quedaba, por falta de costumbre, peor que el disfraz de Che Guevara. Las cosas como son.
 

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