A mí cuando me hablan de los años
sesenta se me pone el cuerpo marchoso y los oídos prestos a
escuchar atentamente cuanto se me diga al respecto. ¡Ay, los
llamados ‘felices sesenta’! Fueron bálsamo para curar las
heridas de los terribles cuarenta y cincuenta.
Yo llegué a Madrid hecho un provinciano. Por más que hubiera
vivido dos años antes en una capital tan llena de misterios
carnales como era la Córdoba de la época. Aquella Córdoba
golfa de la que se ha hecho libro muy ajustado a la realidad
de entonces.
En Madrid, a pesar de que ya se oían ecos lejanos de los
hippies nacidos en Estados Unidos, todavía había que
embutirse en un traje para poder adentrarse en sitios como
Perico Chicote o el Abra. Dos lugares de alterne donde las
mujeres te miraban de modo que mantenerles el pulso suponía
estar en desventaja.
En aquellos años, donde principiaron los hombres a vestirse
de colores. Camisas estampadas y demás… Resultaba imposible
entrar en Pasapoga sin el adecuado terno gris marengo o
negro. A no ser que fueras Fernando Fernán Gómez y
Francisco Rabal. Aunque ambos tenían tan buen gusto que
usaban el traje hasta para acudir a las Ventas del Espíritu
Santo en las tardes de corrida.
Vestir de traje y corbata no sólo era necesario en Pasapoga,
sino que también lo exigían en El Molino Rojo; local de
cortinas como su adjetivo indica, barroco en todos los
sentidos, y donde principiaba ya la agonía de los dulces
bailes, cálidos como sobacos, con orquesta y vocalista.
En Madrid, un verano muy caluroso, fue cuando yo un día,
paseando por la Puerta del Sol, descubrí una sastrería que
anunciaba cómo era posible hacer un traje a medida en 24
horas. Y acudí presto al reclamo. Y antes del tiempo
previsto ya estaba mi traje dispuesto en caja adecuada.
Menudo pote me pegué yo con aquel traje hecho a mi medida,
de color beige, y que me quedaba como nunca más ha vuelto a
quedarme ningún otro. Traje de verano. Y allá que lo paseé
por mi pueblo, como quien no quiere la cosa, ante la mirada
furtiva de cuantos se cruzaban conmigo.
A mí los ternos me han encantado siempre. Y dado que,
durante muchos años, he podido disfrutar de una vida en la
que me he tenido que relacionar con mucha gente e incluso
asistir a muchas fiestas y acontecimientos, el llevarlo no
me ha producido nunca la sensación de estar disfrazado de
nada.
Simple y llanamente cumplía, de muy buen grado, con las
normas ceremoniales establecidas. Aun sabiendo que el habito
no hace el monje. Con lo cual es evidente que querer
prescindir de un traje donde el protocolo aconseja lucirlo,
y presentarse con una camiseta de andar por casa, son ganas
de querer destacar como alguien que desprecia a los demás.
Alguien que quiere transmitir una imagen de sencillez y
humildad y acaba consiguiendo el efecto bumerán: que la
gente piense de él que es tonto, además de un tipo fatuo.
Con una camiseta de andar por casa suele presentarse el
líder de la coalición Caballas en los plenos. Y está en su
derecho. Por más que su mal gusto sea palmario. Ahora bien,
si encima anuncia a voz en cuello que él traje es el disfraz
del político profesional y que él no pasa por ahí, el asunto
cambia. Porque trata de singularizarse.
Así que habrá que recordarle al líder de Caballas que sí se
puso traje y corbata el día que vino a Ceuta Juan Carlos
I. Eso sí, el terno le quedaba, por falta de costumbre,
peor que el disfraz de Che Guevara. Las cosas como son.
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