Guardo como un tesoro, en los
anaqueles de mi modesta biblioteca, El otro fútbol: un libro
de 93 páginas y que es un conjunto de artículos sobre los
más variados temas y correspondientes a distintas épocas.
Sin embargo, los tres primeros –los más extensos del libro-
versan sobre un tema inédito hasta ese momento en la obra de
Miguel Delibes. Donde el escritor reconoce que la
publicación de un artículo sobre fútbol había desencadenado
contra él un número de réplicas jamás tenidas durante su
largo oficio de emborronar cuartillas. Algo que sigue
sucediendo.
En aquellos entonces, cuando la selección española parecía
estar gafada, aunque Kubala y Di Stéfano
formaran parte de ella, entre las huestes de la cultura el
desprecio por el deporte rey parecía una pose necesaria para
diferenciarse de la masa, mientras el boxeo era para los más
cultos la metáfora de la vida. Desde hace mucho tiempo, y
sobre todo desde que la selección gana, jugando bien, menos
bien, mal y hasta con suerte, en no pocas ocasiones, el
ansia literaria de gol ha hecho posible que cultos,
eruditos, doctos, ilustrados, y demás componentes de la
plasticidad estilística, escriban del deporte rey más que el
Tostado. Que era el alias de Alonso Tostado de Madrigal,
también alias el Abulense y que dejó escritos tal cantidad
de pliegos, que su afanosa conducta dio origen a la
locución.
Tras haberme leído a las mejores plumas, barrocas y, por
tanto, recargadas de metáforas, alegorías, imágenes y
símbolos, no he encontrado ninguna que me dijera el motivo
principal por el cual los futbolistas italianos apabullaron
a los españoles durante el primer tiempo y parte del
segundo. Según ellos, hubo algo de fortuna y hasta tratan de
colarnos que la presencia del recuperado ‘santo’ influyó con
dos intervenciones milagrosas cuando peor lo estaban pasando
los chicos de Vicente del Bosque. Por cierto, un Del
Bosque que tardó un siglo en darse cuenta de cómo los
italianos entraban por la banda derecha a placer con
Maggio y Candevra poniendo en evidencia a
Jordi Alba.
El seleccionador nacional, tal vez atosigado por el calor y
la humedad reinantes, tampoco se percató del motivo
principal por el que los componentes del medio terreno
italiano –sala de máquinas le llaman ahora los cursis- se
hicieron dueño de la zona en la cual se generan las
victorias. Y el motivo era uno y principalísimo: los saques
de puerta en largo, de nuestro portero, cuando así lo exigía
la presión de los rivales, iban todos a la cabeza, al pecho
o a los pies de éstos. Me entretuve en contar hasta siete u
ocho golpeos fallidos. Y todos ellos propiciaron jugadas que
terminaron siendo peligrosas para la portería del muchacho
más querido de una España en la que conviene vivir
permanentemente preocupado por lo que ha sufrido un mito
sometido a la tortura de un portugués malvado, para que nos
olvidemos de que a Bárcenas puede darle un ataque de
sinceridad, estando ya entre rejas, y salten por los aires
muchos barandas de la cosa política.
La selección española padeció, durante muchos e
interminables minutos, los insufribles saques de Casillas
con los pies. Los cuales fueron rompiendo el juego de sus
compañeros. Que se vieron sin balón, sin ritmo y sometidos a
la ley que imponían los italianos. A los que les faltó
fortuna y un Pirlo con menos años. Lamentable fueron,
una vez más, los comentarios de Manu Carreño. En esta
ocasión, Kiko Narváez no lo secundó. España ya está
en la final. Ojalá que gane y que Bárcenas se sienta más
español que nunca.
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