Domingo. Camino a prima mañana
para eludir el sol que ya tiene ardores de verano, cuando un
conocido me para con el fin de preguntarme si me acuerdo de
cuándo falleció Mustafa Mizzian. Porque lo han estado
hablando entre amigos y él ha aseverado que fue en 2009. Y
quiere saber si ha acertado.
Le respondo que se ha equivocado. Y, tras una pausa, le digo
que mi estimado Mustafa Mizzian murió en 2010.
Concretamente, cuando febrero estaba recién nacido. Mi
interlocutor tarda nada y menos en reconocerme una memoria
prodigiosa. Y yo no dudo en aclararle que la memoria está
considerada como el talento de los tontos.
Eso sí, en cuanto llego a mi casa, y decido ponerme a
escribir, miro hacia atrás y los recuerdos me llevan en
volandas a aquellos días en los que Jesús Cordero y
Mizzian se ponían a debatir en la barra del Muralla sobre
racismo, xenofobia, lecturas, política y de cualquier
cuestión que se encartara.
Las discusiones estaban amenizadas por las copas de rigor y
ambos, cuando se metían en disputa, no admitían
interrupciones. Así que sus controversias se alargaban en el
tiempo ante la complacencia de quienes habíamos decidido
adoptar el papel de público asistente al espectáculo. Tal
vez porque tampoco ellos mostraron nunca el menor interés en
darnos participación.
Sea como fuere, el caso es que cuando Cordero y Mizzian
decidían practicar la dialéctica, nos aseguraban a los
asistentes un tiempo de ocio impagable. Donde las risas
daban paso al interés por lo que se debatía y, desde luego,
porque si el primero daba muestras evidentes de sus muchos
conocimientos de los temas en litigio, sería injusto no
resaltar el acopio de saberes del segundo, debido a sus
innumerables lecturas. Y, sobre todo, a su peculiar manera
de exponer sus argumentos; demorándose de tal forma que
conseguía sacar de sus casillas a JC.
En cierta ocasión, dieron ambos por hablar de los clásicos.
Y JC intervino con celeridad para decir que a éstos había
que leerlos con la edad en la boca. Que leer a los clásicos
pasada la treintena era un tostón insoportable. Y no me pude
aguantar. Así que los interrumpí para hacerles ver que si yo
me había atrevido a leer a los maestros rusos con tres
décadas encima, también podía perfectamente atreverme con
ellos. Y a partir de entonces, tanto MM como JC me
permitieron participar en sus debates.
De Mizzian me acuerdo muchas veces… No en vano llegué a
apreciarlo muchísimo, y creo que su forma de proceder en
política fue merecedora de mejor pago en vida. De JC
también. Pero por otros motivos. Amén de apreciarlo.
Pero metido ya a opinar sobre a qué edad se deben leer los
clásicos, se me ha venido a la sesera lo que dijo Henry
Miller: “Cualquier persona con la tripa llena de
clásicos es un enemigo de la raza humana”. Y, con todos mis
respetos, aireo mi desacuerdo con el autor de Trópico de
Cáncer, 1934.
Para terminar, diré que, habiendo visto varias entrevistas
televisadas a Alfonso Guerra, debido a unas memorias
que ha presentado, días atrás, he observado que a éste sus
muchas lecturas de los clásicos le están haciendo envejecer
mejor que Felipe González. Lo cual me hace pensar que
tales lecturas, además de conceder peritaje de ironía,
sarcasmo y malaúva, son beneficiosas para soportar mejor el
declive físico. Cuánto me hubiera gustado debatirlo con
Mustafa. A quien he querido recordar.
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