Traspasar la pintura. Eso es lo que busca el pintor Fernando
Garrido Robres cuando coge los pinceles -o huesos, manos,
bambú “o lo que encuentre”- y con tinta china -también con
alquitrán- deja su esencia sobre los lienzos. Se define como
“espiritual” y así intenta reflejarlo en sus pinturas.
“Intento estar en continua evolución”, apunta. Por ejemplo,
pinta a una mujer que a menudo ve en visiones y la ha
pintado hasta catorce veces. “Desde todas las perspectivas,
miras al cuadro y ella te mira”, explica con respecto a uno
de los cuadros en los que esta mujer está recreada.
Otra de las pinturas plasma la imagen de otra mujer a la que
solía ver pidiendo limosna en Tetuán. Un día dejó de verla.
Así que volvió a pintarla, pero esta vez sobre un fondo
onírico, una especie de cielo en el que él se imagina que
ella estará.
Este y otros cuadros pueden verse desde hoy en el Museo del
Revellín, donde este pintor, madrileño afincado en Ceuta,
expone -la inauguración es a las 20 horas- su muestra
pictórica titulada ‘Kinawa’.
Cada uno de sus cuadros esconde detrás una historia, un
relato, una vivencia. Como la zarza que pintó para “mantener
vivo” el recuerdo de un gallo al que tuvo que matar
-explica- porque los vecinos no estaban conformes con que
fuera su animal doméstico. Ahora, de animal de compañía
tiene a una rata y sus crías.
Todos los cuadros están, además, montados sobre marcos
tallados y pintados en la escuela de Mariano Bertucci. La
influencia de Marruecos -de donde es su mujer- en su pintura
es amplia. Este arte que ha convertido en su razón de ser
fue una pasión tardía que encontró hace una década, en una
noche de Reyes en la que sintió que la pintura era “algo
más, mucho más que un pasatiempo o una forma de evasión de
la cotidianidad”.
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