Hace dos años, más o menos,
formaba yo parte de un corrillo en un hotel donde se
festejaba algo que no viene a cuento mencionar ahora. Y
salió a relucir vida y milagros de nuestra posguerra. Y las
opiniones comenzaron a producirse.
Tras mirar a los contertulios, me di cuenta de que ninguno
tenía edad para haber vivido el drama de los conocidos como
“los años del miedo”. Así que hablaban por boca de ganso y
por las lecturas que hubieran abordado al respecto.
Cuando me tocó intervenir, dije que nunca he olvidado el
llanto del hambre. Porque es un sollozo constante y lánguido
que te deja tocado de un ala. Destruido. Es un gimoteo
suplicante que agujerea la conciencia. Que es lo que pasaba
con el lloro final de niños de mi barrio que tuvieron la
mala suerte de nacer, y a los que la vida se les escapaba
sin vivirla.
Y es que a uno le tocó ser niño al iniciarse la década de
los cuarenta. Época en la que el Piojo Verde parecía vivir a
sus anchas en aquel triste mundo de restricciones
eléctricas, de cartillas de racionamiento, de periódicos
abiertos por las páginas de fútbol, de coches con gasógeno,
colas, pan negro, azúcar amarillo, boniato y chocolate
terroso.
Es lo que había tras una guerra cruenta y donde ni siquiera
los comedores de auxilio social podían impedir semejante
tragedia: que millones de niños fueran víctimas del hambre y
los que no morían se veían destinados a malcrecer.
Atosigados por la desnutrición y convertidos en seres
caquéxicos.
Mi opinión pareció no gustar demasiado, es decir, no gustó
nada. Y me tacharon, más o menos, de exagerado y de vivir
permanentemente recordando historias a las que convenía
ponerles sordina. Y a vivir que son días.
Ante semejante postura, a mí se me ocurrió responder que,
dadas las circunstancias económicas reinantes, no tenía la
menor duda de que muchos niños españoles volverían a tener
hambre. Lo cual sería algo tremebundo. El mayor drama que
podríamos vivir. E insistí: un drama que a mí me tocó vivir
y del que hablar creo que es un deber.
Como es un deber gritar a voz en cuello que 2.865 niños
tengan un hambre canina en Barcelona. En la Barcelona donde
un tal Neymar se ha llevado una pasta mareante, y
donde políticos corruptos han venido metiendo la mano en la
caja sin contemplaciones y hasta se permiten tener por el
mundo remedos de embajadas. La canina es muy mala. Es un
hambre que deja secuelas de por vida y que además impide el
desarrollo físico normal de quienes tienen la desgracia de
padecerla. Así como también lastra las aptitudes para el
devenir en la vida.
Pero lo ocurrido en Barcelona viene sucediendo en muchas
otras comunidades. Bajo el silencio cómplice de los
políticos. Que han creado verdaderas máquinas de hacer
parados y, por tanto, están consiguiendo que los pobres sean
cada vez más pobres y los hijos de éstos vayan formando
parte de una muchedumbre de niños que sollozan
constantemente y con la languidez causada por el hambre. La
canina. De la que Fernando Quiñones disertaba,
magistralmente, con su humor negro.
En fin, menos mal que hoy, y en lo tocante al hambre
infantil, puedo destacar que el Gobierno local, tal y como
aprobó en la última sesión plenaria, a instancias de
Caballas, ha destinado 250.000 euros para que muchos niños
puedan hacer tres comidas diarias.
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