Mayo ha traído un buen dato sobre
el paro: 98. 265 personas han encontrado trabajo. El mes que
altera la sangre, según el saber popular, se ha despedido
con tan grata noticia como para alegrarme las pajarillas.
Sí, hombre, por supuesto que soy consciente de que tan buena
nueva no justificaría lanzamientos de cohetes. Por otro
lado, una demostración hortera de la que abomino. Pero algo
es algo y menos da una piedra.
Lo que hace falta es que la fiesta no decaiga y cada vez
sean más las personas que se vayan incorporando al tajo sin
solución de continuidad. Es lo que uno desea fervientemente.
Ya que un mundo de parados supone una ruina económica y
moral en todos los sentidos. Cuyas consecuencias se podrían
resumir en el llanto de un niño: de innumerables niños que
lloran con lágrimas de hambruna.
El dato de mayo sobre el paro, gratificante noticia, que
ojalá tenga continuidad en los próximos meses y podamos
celebrarlo por todo lo alto, ha servido para que se nos diga
a bombo y platillo que la crisis laboral está poco menos que
controlada y que se ha acabado la destrucción de empleo.
Sólo les ha faltado decir a los comunicadores, muy dados al
uso de la hipérbole interesada, que, en menos de un año,
estarán trabajando incluso todos los parados que hayan
cumplido cincuenta años.
Por cierto, leí en un periódico de tirada nacional, días
atrás, el mensaje enviado por un parado que decía lo
siguiente: Voy de un lado a otro buscando trabajo. Y cuando
me preguntan por la edad y les digo que he cumplido 52, les
falta poco para decirme que cómo se me ocurre tal cosa con
esos años.
Y noto que están deseando echarme en cara que sea tan osado.
Luego, me queda lo peor: por la tarde, cuando regresa mi
mujer de su trabajo, saca a relucir su aire falsamente
alegre, y con su manera de no atreverse a preguntar si había
alguna novedad, lo hace de la siguiente manera: “¿Qué has
estado haciendo?”.
A partir de ahí pierdo los estribos y me pongo a desbarrar.
Reconozco que en ese momento digo mil disparates. Pierdo el
control y me convierto en una especie de fiera enjaulada a
la que se le ha provocado y me dedico a dar vueltas por la
habitación. El siguiente paso es dar un portazo e irme a la
calle. Cuando vuelvo a mi casa, dos horas más tarde, cansado
de dar vueltas por la ciudad, mi mujer me espera para
decirme que, mientras el sueldo de ella, por corto que sea,
dé para ir tirando, lo mejor que podríamos hacer es no
enfrentarnos entre nosotros y que nuestros hijos vivan en un
continuo sinvivir. Y así estoy desde hace cinco años; vamos,
desde que me despidieron de un empleo por ser el de más
edad.
El problema de este hombre es tan grave cual extendido. Y lo
peor es que los políticos, cuando hablan del paro, nada más
que se acuerdan de los planes de empleos juveniles. Como si
las personas que han cumplido cuatro décadas fueran unas
apestadas que no merecen la menor atención.
Lo cual está ocasionando que el miedo de los parados vaya
aumentando. Y que esa angustia experimentada por el hombre
sin trabajo le vaya cambiando el carácter y lo acabe por
convertir en un ser diametralmente opuesto al que fue en su
día. Casos así los hay por doquier y son ya muchedumbre. Por
consiguiente, mucho nos ha alegrado que mayo nos haya traído
un buen dato sobre el paro; pero no nos hace olvidar, ni
mucho menos, el pánico de los parados que viven el otoño de
la vida.
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