"¿Y por qué no os constituís en
partido político y os presentáis a elecciones?”. Esta
pregunta es formulada a menudo a los movimientos sociales,
pareciendo a simple vista una opción coherente y
perfectamente asumible. Al fin y al cabo, el objeto de la
política es el poder, es desde el poder desde donde se
llevan a cabo las políticas que producen a posteriori los
cambios en la sociedad. Lo que ocurre es que la realidad,
aunque revestida de simpleza por los destructores del
pensamiento crítico, es, en el fondo, mucho más compleja.
Seamos serios. ¿Qué es lo que hace que un partido político
gane unas elecciones? ¿su programa? Si mañana reuniéramos a
todos los votantes del Partido Popular y les preguntásemos
por su programa electoral, apuesto a que la inmensísima
mayoría afirmaría sin rubor no haberle echado ni un ojo.
Evidentemente no es el programa, ni el proyecto de país, ni
los discursos lo que produce que un partido gane o pierda.
En nuestra sociedad, lo que determina las victorias
electorales es el poder mediático, el disponer de los medios
de comunicación. La hegemonía del pensamiento, el sentido
común, se crea a través de los medios y aquí el que más
aparece en televisión, el que más cadenas afines tiene, el
que más periodistas y presentadores tiene a su servicio es,
al fin y al cabo, el más grande, el de más poder, el que
dispone de más pasta. Pretender que un movimiento social
pueda rascar algo en unas elecciones en las que la gente
vota a aquellos con el suficiente poder como para colarse en
su pantalla de televisión o en su periódico es,
sencillamente, absurdo.
En España, la gente siempre se ha decantado entre dos
partidos, simplemente porque el bipartidismo ha sido algo
programado. Y los medios, diseñadores de la realidad, han
colaborado en ello. Si compras “El País”, el Partido Popular
es negativo y los partidos a la izquierda del PSOE son unos
antisistema, gente más allá del mapa político serio. Si
compras “El Mundo”, “La Razón” o “ABC”, la propaganda pepera,
sea su ala dura o su ala más moderada, marcará tus
movimientos. En la televisión más de lo mismo. Lo que no se
promociona no existe y los pequeños no pueden permitirse una
promoción que se compra con dinero. Si mañana el Frente
Cívico Somos Mayoría, o la PAH, o el 15M (en este caso
parece que la opción sí que se baraja) decidieran emprender
la vía electoral, ¿de qué banco iba a obtener préstamos?,
¿desde qué cadenas de televisión iba a tener un espacio
similar al de los grandes?, ¿qué periódico (empresa privada
cuyo objetivo es ganar dinero) iba a erigirse en altavoz de
su discurso?, ¿cómo iba a superar las trabas de una ley
electoral injusta?, ¿cómo iba, en definitiva, a poder
competir con unos poderes que manejan partidos, medios ,
ocio y trabajos? Y si realmente, por un casual, alguno de
estos colectivos lograse hacer llegar su mensaje a la
mayoría, ¿cuánto tiempo tardarían sus adversarios en
emprender la guerra sucia a través de todas sus armas? Si en
la calle se les ha llamado etarras, nazis, perroflautas,
radicales y violentos, no quiero ni imaginar lo que el
discurso oficial escupiría de ver peligrar realmente su
posición de poder.
La función de los movimientos sociales, al menos de momento,
es mover la calle. Sin cambiar cabezas es imposible cambiar
las relaciones de poder, y cambiar las cabezas conlleva un
tiempo. Incluso si mañana la gente votase a un partido
dispuesto a plantar cara a la Troika y a los poderes
supranacionales, dicho partido se vería atado de pies y
manos sin una masa fuerte que desde la calle demandase
cambios.
Desde luego, en mi opinión, el objetivo de llegar al poder
debe estar ahí, sea desde la intención de formar partido en
el futuro o desde el apoyo a fuerzas políticas ya existentes
que tras procesos de renovación acordes a la actualidad
decidan recoger las propuestas lanzadas por las diversas
plataformas ciudadanas. Pero el comienzo de ese trayecto, el
de la vía electoral, debe producirse al final, como guinda
del pastel. Ahora, lo que se vive en la calle es un proceso
de conciencia. Antes de empezar con lo nuevo hay que romper
con lo viejo. Primero lo destituyente; luego, lo
constituyente.
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