Vivimos en un mundo de
contradicciones. Si dura es el hambre humana, el hambre de
alimentos, no menos cruel es la otra hambre, la del alma, la
del espíritu. Cuando se pierde el corazón, y nada nos
importa nuestra misma especie, es muy difícil modificar
actitudes, por muchos llamamientos éticos que nos lancemos
los unos hacia los otros. La realidad es la que es para
desdicha de todos. Una buena parte de sus moradores
derrocha, mientras a otros se les pide que ahorren. El mismo
lema del Día Mundial del Medio Ambiente de este año (5 de
junio), nos invita a reducir los desechos y las pérdidas de
alimentos. Unos desperdician toneladas de comidas, es la
paradoja de la abundancia. Otros se mueren de hambre, es la
paradoja de la marginalidad y de la exclusión. Estos últimos
nada tienen, nada pueden ahorrar. Sin embargo, si es cierto
que un sector privilegiado de seres humanos, debería
despojarse de sus egoísmos y compartir más; y, sobre todo,
pensar en los efectos de este enorme desequilibrio.
Verdaderamente, si unos derrochan alimentos, los recursos
empleados para producirlos también se malgastan, y todas
esas emisiones de gas que surgen del proceso de
transformación podrían haberse ahorrado y, por ende,
mejoraría el medio ambiente.
Está visto que los modelos económicos vigentes acarrean este
tipo de desórdenes y son, a mi juicio, los verdaderamente
responsables. No se entiende que con tantos avances, la
desnutrición y el hambre, así como la falta de consideración
hacia nuestro propio entorno, sigan ahí arrastrando vidas,
mientras el mundo de la opulencia permanece insensible a
tanta catástrofe humana. Cuando la humanidad pierde su
propia conciencia moral, el caos se sirve en bandeja. Por
desgracia, nos movemos en el terreno del absurdo. Estamos
rodeados de máquinas que dicen ahorrarnos tiempo y, sin
embargo, disponemos de muy escasos momentos para pensar por
nosotros mismos, y hasta para poner en práctica nuestro ocio
auténtico. Llevamos años reivindicando una alimentación para
todos, una educación para todos, una salud para todos, y
lejos de acercarnos al objetivo nos alejamos. ¿Qué está
pasando, pues? ¿Para qué tanto propósito si después se queda
en nada?. A mi manera de ver, pienso que ha llegado el
momento de orientar nuestra vida hacia otros horizontes
menos dominadores y más libres, menos interesados y más
solidarios humanamente, lo que conlleva el papel central del
ser humano, al que no se le puede excluir de nada, ni de
nadie. Al fin y al cabo, no somos un objeto de consumo, por
más que quiera el mercado imponerlo.
Es evidente, que la abundancia de unos coexiste con la
escasez de otros. La corrupción tan difundida en la vida
pública ocasiona este tipo de desajustes. Por eso, hay que
realizar opciones valientes, capaces de modificar
estructuras injustas. La tenemos con la misma crisis
económica actual. Quien hasta este momento ha pagado la
mayor factura han sido los pobres. Las clases dominantes, o
sea los acaudalados, apenas han visto rebajar sus capitales.
Por tanto, cuesta entender que se desaprovechen billones de
toneladas de comida, mientras una de cada siete personas del
planeta se va a la cama hambrienta e infinidad de niños
mueren de hambre cada día. Sin duda, tenemos que aprender
con urgencia a encontrar el equilibrio entre lo que somos y
lo que queremos ser, entre lo que se produce y lo que se
desecha. Aunque determinados poderes hablan hasta la
saciedad de estilos de vida sostenible, esos mismos poderes
hacen bien poco o nada, por disminuir el derroche y por
hacerles pagar sus costes a los que más tienen que son los
únicos que pueden dilapidar.
Sabemos que el impacto de los desechos alimenticios, sobre
todo por parte de los consumidores de los países ricos, es
tan fuerte que el medio ambiente es el gran afectado, puesto
que supone un importante gasto de agua, tierra, trabajo y
capital que inevitablemente favorece el efecto invernadero
y, por consiguiente, el calentamiento global y el cambio
climático. Indudablemente, no pueden reducir la estela
alimentaria quienes no tienen ni lo básico para llevarse a
la boca, tendrán que hacerlo aquellos que en verdad lo
degradan con sus maneras de producir y gastar. Que page el
que más contamina, o sí lo prefieren, el que más
irresponsable sea. No podemos seguir con esta sociedad de
derroches, a la que tampoco parece importarle los temas
ambientales. Hemos llegado a un punto, en que nuestra
sociedad ha perdido su conciencia social, con el añadido de
que los sabios se dejan dirigir por los mediocres, o sea,
por los más necios. Y así, bajo estas vulgares mimbres, va a
resultar complicado poder evolucionar en el bienestar común
de todo el planeta, que es de lo que se trata. Realmente no
se suele avanzar más allá de los intereses de las naciones
más poderosas, teniendo en cuenta, además, que hasta las
propias raíces de nuestra vida moral están completamente
podridas o adheridas a sistemas e instituciones corruptas.
Desde luego, sin conciencia social no hay humanidad, no es
posible la acción humana si perdemos el valor supremo de las
personas. Nos hemos acostumbrado a la exclusión. A valorar
al poder, no al pobre. El hecho mismo de prestar ayuda a
quien tiene necesidad de ella, el hecho de compartir con los
otros los propios bienes, debiera suscitarnos más que
lástima, respeto. Por eso, más que entrar en el desarrollo
económico hace falta penetrar en el desarrollo humano, en la
promoción de la justicia, en el aprecio por la vida en sus
dimensiones más profundas. Cuando crece tan dolorosamente la
distancia entre pobres y ricos, y el medio ambiente lo
trituramos con lenguajes de piedra, es fundamental la
formación de una conciencia crítica que nos despierte. El
día que nos interesemos los unos por los otros, la sociedad
será verdaderamente humana. Por el contrario, produce un
inmenso dolor ver que los pobres nos hablan, como también
nos habla el hábitat, mientras que distinguidos ciudadanos
miran hacia otro lado, el de la buena vida para sí y la de
los suyos. Si en verdad pusiésemos el oído del alma en el
corazón de las gentes pobres, escucharíamos tantos sollozos
que nos faltarían palabras para ir en su ayuda. Sabiendo que
no hay nada que nos desespere tanto como no ser
comprendidos, podríamos al menos por una vez ejercitar la
escucha de aquellos que nos rodean.
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