Cualquiera que haga política de
partido aspira, sin duda alguna, a participar del poder como
profesional de la cosa. Casi todos los políticos esperan,
anhelantes, ser designados para un cargo –más bien por
motivos egoístas que idealistas- a fin de gozar de la
sensación de prestigio que el poder confiere.
Para más conocimientos del asunto, les recomiendo que lean a
Max Weber, y podrán comprender lo bien que se sienten
los hombres cuando son dominadores de los demás hombres
haciendo uso de la violencia legítima, para someter a
quienes le mostraron su confianza en las urnas y a los que
no.
A la política profesional deberían dedicarse las personas
más preparadas y que a su vez tuvieran una serie de
cualidades que les otorgara una condición digna de respeto
entre los gobernados. A la política han ido accediendo en
España, desde la ya tan cacareada época de la transición,
personas muy preparadas y que han dejado huella de su buen
hacer por haberse tomado su trabajo como un servicio al
Estado y a sus ciudadanos.
Dicho ello, conviene decir cuanto antes, sin remilgos, que
fueron más, muchos más, los que accedieron a la política
para medrar, para tener influencias, para ganar un salario
que jamás tendrían en el ejercicio de su profesión –cuántos
no tenían ni tienen profesión- y que para rematar la faena
no han dudado en participar de toda clase de componendas
para llevárselo calentito.
Por tal motivo, los escándalos han ido surgiendo, ante la
mirada estupefacta de unos ciudadanos que, además, están
siendo esquilmados por los más ricos hasta el punto de que
las clases medias están a punto de plegarla.
Así, no debería resultarle extraño a nadie que, actualmente,
los profesionales de la política sean los más denostados,
los más desprestigiados y los que vienen suscitando, cada
vez más, las iras de quienes no entienden cómo ha sido
posible que hayan podido cometer tantas fechorías sin que
ningún organismo o institución se hubieran dignado a cortar
de raíz semejantes tropelías.
Tropelías que han hecho posible que tengamos la certeza de
que España ha sido muchos años un auténtico Patio de
Monipodio. Y que pocos políticos se han salvado de morar en
ese cercado con auténtica vocación de choricear cuanto se
pusiera a mano. Respetándose entre ellos y cundiendo la
consigna de que el dinero que había era para apropiarse de
él y repartir cierta parte suculenta del botín entre quienes
podrían haber alzado la voz en su momento.
Por consiguiente, a medida que las gentes han ido conociendo
los desmanes cometidos por una casta, la política,
conchabada con banqueros, empresarios de alto copete, y
bandas organizadas de trincones de alturas neoyorquinas, han
puesto el grito en el cielo y han optado por perderles el
respeto no sólo a los políticos profesionales sino, también,
a quienes están al frente de las instituciones. Pues no
debemos olvidar que un pueblo con la botarga vacía termina
por renegar de organismos, instituciones y símbolos, en
menos que canta un gallo.
Así, y tras lo de Urdangarín y su esposa la infanta,
hasta los burgueses catalanes, siempre tan dados a recurrir
a Madrid solicitando ayuda, desde tiempo inmemorial, cuando
les ha pintado bastos, aprovechan el momento para perderles
el respeto a los Príncipes de Asturias. Lo cual nos indica
que en España, actualmente, no está a salvo nadie de ser
puesto en la picota. Y menos un monterilla. O sea.
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