Sócrates inventó la razón
en las plazuelas de Atenas, dialogando, y aunque en nuestra
sangre ya sólo tenemos un cuatro por ciento de griegos,
tanto el lector como el escritor necesitan discutir cara a
cara (por eso se suele dar la carita del columnista junto a
su columna).
El lector de columnas necesita una cara para disentir de su
autor, que para eso lo lee a diario, para manifestar su
desacuerdo con él. Muchos se siguen preguntando si el
columnismo es un género literario. Y la respuesta obligada
es sin duda que sí. Ahora bien, el columnista ha de saber
bajar a la calle, mezclarse y entenderse con la gente; oír
sus comentarios e incluso soportar estoicamente cualquier
inconveniencia y, sobre todo, prestar atención a tirios y
troyanos.
El contacto con los lectores es mucho mayor en las ciudades
pequeñas. Y es cierto que el español prefiere la opinión de
quien coincide con él en la barra de un bar, en el autobús o
se lo tropieza por la calle o en la consulta del médico al
que ambos acuden a ver lo del colesterol, el ácido úrico y
los alifafes adecuados a las distintas edades.
Harto estoy de recordar lo que decía Umbral de la
columna: “Una verdadera columna sólo consta de letra impresa
y mala leche”. De modo que sería absurdo no estar de acuerdo
en que lo que debe primar es un columnismo reventón de
chismes, verdades, metáforas y asuntos variados que atrapen
el interés de un personal que espera con avidez cada día
empaparse de lo que le cuenta su columnista preferido, para
bien o para mal. Es decir, para gritarle ole o para
acordarse de todos… los suyos.
Escribir, para no ser leído, debe de ser decepcionante. Me
imagino que será motivo de gran cabreo y hasta puede que
causa de problemas mayores para quienes sufran tal chasco.
Máxime cuando actualmente se sabe de sobra quién interesa
más o menos a los lectores de opinión. Y, naturalmente,
quienes más saben al respecto son los editores. Que de
tontos no tienen un pelo.
En la calle, la que suelo yo frecuentar, hay épocas en las
que hay lectores que me reclaman mayor atención a la opinión
futbolística, mientras otros me recuerdan que prefieren que
deje de emitir mi parecer sobre el deporte rey. También
presto atención a quienes me acusan de emplearme con dureza
contra quienes gobiernan. O a la inversa.
En rigor, en las ciudades pequeñas, y Ceuta la es, donde
todo se magnífica, todo se infla y todo termina por
hincharse hasta extremos insospechados, hay que tener gran
vitalidad para escribir sobre lo que en ella ocurre. Y qué
decir si el compromiso adquirido es hacerlo todos los días y
fiestas de guardar.
Desde hace unos días, se me viene comentando en la calle que
existe la impresión de que he bajado el pistón de mis
críticas al modo de actuar de los gobernantes locales. Y
hasta he oído reproches por parte de quienes están en contra
de quienes mandan en la ciudad. Por lo tanto, conociendo el
territorio y el sentir de mucha gente, he tenido que hacer
más periodismo de calle que nunca. Ese periodismo que
permite exponer sin tapujos ciertos comportamientos. Y es
que uno, curtido ya en mil y una batallas, sabe
perfectamente que este espacio pertenece a la empresa. Y la
empresa está obligada a defender con uñas y dientes la forma
de proceder que desee, en según qué momento. Y no hay más,
sino lealtad. Que no deja de ser una actitud.
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