Días atrás, concretamente el
viernes 24, me enteré de la muerte de Antonio Puchades;
mítico jugador del Valencia y por quien sentí enorme
admiración desde que lo vi jugar una final de la Copa del
Generalísimo frente al Barcelona. Partido celebrado en
Madrid, en el viejo Chamartín, un 20 de junio de 1954.
Acababa yo de cumplir 15 años y el regalo que se me hizo por
parte de mi padre fue viajar a la capital de España para ver
la final de “los Che” contra los azulgrana. Ni que decir
tiene que eran favoritos los catalanes.
El Madrid de los Austrias estaba repleto de aficionados de
ambos equipos. Los bares de la calle de la Victoria estaban
tomados por el gentío. Aunque aún recuerdo cómo los
comerciantes echaban de menos a los vascos del Athletic.
Porque, según ellos, gastaban mucho más dinero que ninguna
otra afición.
Los goles de Fuertes y Badenes consiguieron
que los valencianos ganaran por un contundente tres a cero.
Lo cual hizo que Quique, un portero grandullón, se
subiera en el larguero de una portería, nada más acabar el
encuentro.
Pero fue Puchades el jugador que a mí me causó una enorme
impresión. Formaba línea media con Pasieguito y no
daba balón por perdido. Su magnífica condición física le
permitía trabajar a destajo y terminaba convirtiéndose en el
futbolista que más balones recuperaba.
La temporada siguiente tuve la suerte de volver a ver a
Puchades frente al Sevilla en el campo de Nervión. Donde
eran sonados sus marcajes al ídolo del lugar: Juan Arza.
Hasta el punto de que éste terminaba desesperado ante lo que
él solía llamar su secante.
Aquella tarde, tras comer un arroz en un bar de Sevilla,
cuando las cartillas de racionamiento habían pasado a mejor
vida, tuve la suerte de ver jugar a Wilkes: el mejor
jugador holandés de todos los tiempos. Nunca más he vuelto a
ver a nadie capaz de manejar el balón con tanta habilidad.
Era capaz de driblar a todos sus adversarios.
Aun así, incluso disfrutando del espectáculo que era Wilkes,
volvió a impresionarme el modo de ser y de actuar de Antonio
Puchades. Ocurrió esa tarde que Arza, harto ya de no tocar
bola, usó su codo en un salto y le abrió una ceja al
valenciano de Sueca. Y, dado que eran otros tiempos,
Puchades jugó casi todo el partido con un pañuelo tapándole
la herida de la que no dejaba de manar sangre. De tal guisa,
Puchades se convirtió en baluarte de su equipo, mientras
Pasieguito, su compañero de línea, ponía orden y buen
juego en el terreno de Nervión.
Pasados los años, tuve la suerte de conocer a Carlos
Iturraspe: jugador y entrenador que había sido del
Valencia. Y comiendo un día en Barrachina; restaurante
valenciano de bien ganada fama, le dije que mi mayor ilusión
de niño había sido llegar a ser un Puchades como futbolista.
Y a CI se le iluminó el semblante. Y no era para menos: ya
que se decía que él había sido el descubridor de Puchades. Y
el que recomendó su contratación. Y ya aproveché la ocasión
para hablarle de Mangriñañ y de su marcaje a Di
Stéfano. Un acierto táctico ordenado por Iturraspe y que
supuso una evolución crucial para combatir a esa figura que
se dio en llamar delantero centro falso o flotante. Con
Iturraspe y con Mestre, otro gran defensa valenciano,
me gustaba a mí conversar cuando yo entrenaba en Las
Baleares. Que descanse en paz mi ídolo de la niñez: Puchades.
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