La entronización de Juan Vivas
como presidente de la Ciudad con dos legislaturas seguidas
con una mayoría absoluta aplastante, no le confiere patente
de corso para hacer de su capa un sayo ni para ejercer el
poder omnímodo. Su altanería en los procedimientos que se
siguen con el contrato de adjudicación de la publicidad
institucional podría acarrearle imputaciones de presunta
prevaricación y fraude. Asunto que pudiera acabar en la
Fiscalía Anticorrupción con las consiguientes repercusiones
y la “factura” política que se cobraría el tema que, en caso
de imputación requiere, en versión Mariano Rajoy, cese o
dimisión para los afectados.
La fuerza de los votos dan legitimidad para gobernar con
justicia, ecuanimidad, sensatez y templanza, pero no para
ejercer la venganza o el exterminio. Como tampoco tiene Juan
Vivas el apoyo absoluto de todo su partido en sus
actuaciones, porque no obtuvo en las urnas un cheque en
blanco, sino un mandato para gestionar el dinero público con
ecuanimidad. Por ello, ejercer el cesarismo desde la
autoridad suprema, buscando el culto a su personalidad, o
imponiendo su voluntad a los adversarios, constituye una
aberración y una práctica antidemocrática deleznable.
Los comportamientos abusivos, las conductas prepotentes,
ejercer el poder político con altanería, también es una
forma decadente de mostrarse. Si Juan Vivas se ha creído
Julio César, si busca perpetuarse por sus atrocidades, si ha
creído que su bolsa de votos y escaños son el mejor aval del
Imperio político en el que se sustenta, también ha de saber
cómo cayó el Imperio romano, mucho más fortalecido que un
resultado electoral holgado. Nadie está por encima del bien
y del mal.
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