El título de ‘Lúcido’ le vino como anillo al dedo. Claro en
el razonamiento, según la RAE. Y es que el espectador debe
estar “lúcido” para intentar encajar lo que está pasando en
escena, para saber (para creer que sabe, que luego se dará
cuanta de que no tenía ni idea) qué es lo que esta familia
de ciclotímicos sin remedio está sintiendo. Teté (una Isabel
Ordaz desbordada, que crece -a veces un poco excesiva, pero
magistral- a medida que lo hace su personaje) aparece sola
es escena, en un restaurante ‘cool’ que encaja a la
perfección en esa mezcla entre el estado onírico y la cruda
realidad que abarca toda la función.
Los hijos de Teté, Lucas y Lucrecia, no tardan en aparecer.
Itziar Miranda y Alberto Amarilla dan forma, con una
trabajada polivalencia, a dos hermanos contrapuestos pero a
la par con demasiadas cosas en común. El hecho de que ella,
tras quince años alejada del nido familiar, regrese para
recuperar “algo” que cree que es suyo no es más que la
excusa para descorchar un cúmulo de emociones y
contradicciones, de miedos y arrogancias que transitan por
una familia, como todas pero esta especialmente, complicada.
El reparto lo completa Tomás del Estál que, con varios
personajes, intermedia entre una madre atormentada, una hija
segura -pero frágil- y un hijo sensible y egocéntrico.
El autor, que no puede negar ser argentino, hace un guiño
-critico y maravilloso- a las teorías gestálticas. Rafael
Spregelburd, que deja un trabajo de dramaturgia excelente,
es puesto en escena con precisión por Amalia Ochondiano,
directora y productora de la obra que en la noche del
viernes, con aforo completo, cautivó al público del
Auditorio del Revellín. Sus actores dicen de ella que es una
“pesada” y puede estar orgullosa porque esa pesadez la
llevan a una dirección de actores que crea -a lo que ayuda
unos decorados y una iluminación muy cuidados- unas
excelentes ‘fotografías’ sobre las tablas. (Hablando de
fotografías, la única lucidez que faltó en torno a la
representación fue la del equipo de producción, que puso
muchas dificultades a los fotógrafos y cámaras de los medios
para que, como se suele hacer en las representaciones en el
Revellín- tomen imágenes en los primeros minutos de la obra.
El equipo alegaba que para hacer fotografías ya se había
realizado previamente una rueda de prensa, sin querer
comprender que la crónica de una representación teatral no
es crónica sin su correspondiente fotografía. Al final, tras
alguna pelea, malas caras y la ‘amenaza’ de no volver a
Ceuta, accedieron, pero dejando un mal sabor entre los
medios que, afortunadamente, se pudo eliminar con una
fantástica puesta en escena).
Pero volviendo a la obra, que es lo importante, la directora
la catalogó como “melodrama familiar en clave de comedia”.
Lo de en clave de comedia quedó claro con un público que no
paró de reírse, a veces por detalles, otras por el trabajo
de unos actores que demostraron moverse como pez en el agua
en el género de la comedia, y otras con guiños al público
ceutí, como aquel en el que el personaje de Lucas,
preguntado por de qué equipo de fútbol era, contestó: “Del
Ceuta, del Atlético de Ceuta”.
Pero, pese a todo ello, la obra no era una comedia. Era un
revoltijo emocional obsesivo e incisivo. Porque como un día
antes había dicho Isabel Ordaz en una entrevista con EL
PUEBLO, la cultura “no es el negocio del entretenimiento” y
esta obra te dejaba agarrado a la butaca, pensando,
reflexionando, y con una última escena con la que no extraña
que, después en los saludos, sus compañeros de reparto
dieran un beso a ‘Teté’, debía de estar agotada, tras un
trabajo emocional muy fuerte que a los espectadores invitaba
a la reflexión.
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