En un periodo de cambios
acelerados y profundos, que han traído un indiscutible
avance en muchos campos, pero que también han acarreado
dolorosos conflictos, es preciso poner luz a las muchas
sombras que nos vician el planeta. No todo vale. Ya está
bien de transitar por caminos que son contrarios a la propia
humanidad. Nada importa con tal de obtener un
enriquecimiento fácil y rápido. El mercado todo lo compra.
Es el gran vicio del mundo. Dejarse arrastrar por una
insidiosa ideología de un poder interesado, de la cual
derivan todas las alienaciones y desviaciones que hacen de
la vida un auténtico absurdo, en realidad un verdadero
sinsentido, es la mayor mezquindad con la que podemos
convivir.
En los últimos tiempos hemos pasado a las políticas de
austeridad, a los recortes del gasto público y de la
protección social, sobre todo en los países europeos, pero
que cada día se extienden más a otros continentes, a pesar
de que esta práctica haya tenido un elevado coste humano,
especialmente en los niños. Desde luego, si no tenemos en
cuenta los grupos desfavorecidos difícilmente vamos a
mejorar el bienestar humano de las poblaciones más
vulnerables. A mi juicio, hacen falta otras respuestas más
honestas para poder avanzar en la justicia social y no
retroceder en un progreso social logrado con tanto esfuerzo.
Ahí están las tremendas desigualdades, la desesperación de
muchas personas para salir de la miseria, la desilusión de
muchos pobres que jamás tendrán la oportunidad de ganarse la
vida.
Sin duda, el más irreprochable de los vicios es cultivar el
mal por costumbre. Tantas veces uno se deja vencer por la
maldad, que deberíamos fomentar otras actitudes más nobles y
desinteresadas. Por desgracia, somos la generación del
interés, que no entiende, y lo que es peor, tampoco quiere
entender de bien común. Sus líderes sociales suelen
practicar todo lo contrario, el partidismo más sectario, de
ahí el imperecedero clima de corrupción que nos invade. La
universalidad del mal parece haberse adueñado del planeta.
Habría que otorgar a cada ciudadano una especie de
ciudadanía mundial, haciéndole titular de derechos y
deberes, sin que nadie quedase al margen del uso de los
bienes públicos, inspirándonos para ello en los principios
innatos de la equidad y la solidaridad.
En cualquier caso, este pensamiento actual, tan crecido por
la arrogancia y el egoísmo, al final sólo puede generar
tristeza y cinismo. Con demasiada frecuencia vemos que la
verdad y la honradez son trastocadas por la propaganda de
los poderosos, que esperan inducir a la gente a un mundo a
medida del opulento. El día que en verdad se practique una
auténtica moralidad internacional, el mundo tendrá otros
horizontes más racionales y de menos reproches. Por
consiguiente, pienso que nuestro tiempo exige una nueva
definición de liderazgo mundial, que entienda un futuro
sostenible con perspectivas de prosperidad para todos. No
olvidemos que todas las sociedades de bien, son producto de
los valores, de los ideales, de las cooperaciones y de los
lazos compartidos.
Vale la pena, pues, subrayar el esfuerzo por salvar al ser
humano, y con ello, al mundo. Además, sí todos los pueblos
estimulasen el espíritu humano, no habría deshumanización.
Lo que necesitamos hoy es una mejor gobernanza para ver el
auténtico rostro que da sentido a la vida. Para ello, uno
tiene que buscar el propio camino de uno mismo, en aras de
un criterio de sinceridad, de acuerdo con uno mismo, de tal
manera que lleguemos al discernimiento. Evidentemente, el
mayor número de males que sufre el ser humano provienen de
sí mismo, pero más pronto o más tarde, acabarán por
desenmascararse a los artífices. Nuestra pasividad también
puede ser la madre de la maldad y de todos los demás vicios.
Por tanto, así como hay un arte de engañar, que exista
igualmente un arte de descubrir el lugar del bien o del mal,
para que cada cual pueda tomar el destino que quiera para su
corazón. Se puede vislumbrar, sólo hay que dejar que la
conciencia actúe.
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