En mis ratos libres, cuando yo
ejercía de entrenador de fútbol en una ciudad donde se
amontonaba el trabajo en la Administración de Justicia,
solía reunirme con un juez a quien le chiflaba el deporte
rey. Ya que lo había practicado siendo universitario en
Madrid, y le encantaba conversar conmigo al respecto.
De la soledad del entrenador, debo decir que charlábamos
mucho. Que los entrenadores estaban sometidos a una enorme
presión. Que manejar un vestuario era muy complicado. Y qué
decir de las decisiones que teníamos que tomar deprisa y
corriendo.
Incluso le contaba que había muchos compañeros que llegaban
al banquillo con cuatro copas a fin de poder soportar los
vaivenes del encuentro y el comportamiento de los
espectadores. Así como tener que someterse, recién acabado
el espectáculo, a las preguntas de unos entrevistadores que,
en muchos casos, no sabían ni papa de lo que estaban
preguntando. Sin olvidar, cómo no, el tener que bregar
durante la semana con las diversos pareceres de los medios y
de los propios directivos.
Él me recordaba que mandar es muy difícil. Y más aún saber
mandar. Y que entendía perfectamente mi situación. Y
recuerdo cómo en una de nuestras charlas le pregunté si
acaso ser justo es tarea fácil. Y su señoría, tardó nada y
menos en responderme: Manolo, ser justo no es tarea
fácil, se requiere mucha firmeza y compasión al mismo
tiempo.
Y yo, dentro de mi desconocimiento de cuanto acontece en una
función pública que nunca ha dejado de estar en bocas de
todo y cuyas carencias son hartamente denunciadas desde hace
muchos años, le decía que, aunque ser entrenador es una
profesión de riesgo y que suele acelerar el envejecimiento
de los técnicos, la prefería a la suya. Porque impartir
justicia debe de ser, por más que se base en leyes
aprobadas, tan terrible como para irse a la cama con la
enorme preocupación de si, a pesar de los argumentos
exhibidos, se había actuado con la equidad correspondiente a
cada parte.
Y aquel juez, muy avezado en su tarea, me aseguró que había
habido muchas noches en su vida que se las había pasado en
blanco. Noches de las llamadas toledanas, por mor de
sentencias dictadas o que tenía que dictar. Y quise saber,
si con el tiempo, los jueces llegaban a hacer de lo habitual
costumbre y se acomodaban poniéndose de parte de lo más
fácil.
En fin, con aquel juez, lo digo de verdad, aprendí yo a
respetar las decisiones judiciales. Quizá porque era un
placer pegar la hebra con él. Acerca de todo: de fútbol, de
literatura, del hombre y sus circunstancias, y de cómo no
existen los absolutos.
A mis años, que son muchos, he tenido que ir a los
tribunales en varias ocasiones. Unas veces se me dio la
razón y otras no. Pero nunca puse en entredicho la decisión
de los jueces. Ni jamás se me ha ocurrido, ni siquiera en
los momentos que corren, decir que en España la Justicia no
es igual para todos. Así que procuro ser más que comedido en
mis opiniones sobre este asunto.
Por todo ello, no comprendo cómo, nada más saberse que la
juez del juzgado de instrucción número cinco ha ordenado a
la Policía Nacional que investigue el ‘caso Urbaser’, haya
habido gobernantes locales que se hayan expresado de tal
guisa: Estamos seguros que los policías, destinados en
Ceuta, harán la vista gorda en según qué cosas y el asunto
de Urbaser quedará reducido a nada y menos. ¿Dónde está el
respeto por la Justicia y el Instituto Policial?
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