Miércoles. Siete de la tarde, me
preparo un café bastante cargado, esta noche salgo a cenar
en casa de un amigo y conviene tener el cerebro a punto.
Porque me ha dicho que habrá varios comensales y desean que
la sobremesa se alargue en el tiempo. Y a mí me da mucha
lacha que me vean echar esa cabezada que suele sorprenderme
a las diez de la noche en mi sillón de la salita de estar.
El anfitrión, a quien conozco desde hace la tira de tiempo,
ha dado la vuelta al mundo y es hombre de saberes. Chamulla
idiomas y, cuando menos lo espera, va y cita: “Si fuéramos
lúcidos, al instante el horror de lo que nos rodea nos
volvería estúpidos”. Y a mí, cuando se hace pasar por
Henry Miller, trato de provocarlo: el horror de esta
ciudad, querido amigo, es nuestro alcalde. Y salta como un
resorte. Y comienza a hacer una defensa a ultranza de quien
él tiene por amigo –que Santa Lucía le conserve la vista- y
mejor político.
Cuando lo creo serenado, es decir, cuando deja de escupir
salivilla, le digo que está en su perfecto derecho de hacer
la defensa que hace de nuestro alcalde, pero que también me
permita emitir mi parecer acerca de alguien a quien he
tenido la oportunidad de conocer más que bien y hasta de
fiarme varias veces de su ‘educación oriental’. Y siempre he
acabado estafado.
A lo que iba, que, en cuanto llegue al domicilio de mi
amigo, no tengo la menor duda de que me voy a encontrar con
varias personas que se beben los vientos por Juan Vivas.
Y que habré de andarme con mucho tiento a la hora de opinar.
Pero conociéndome, como me conozco, seguramente entraré en
discusión.
Once de la noche. La cena ha sido estupenda. Regada con buen
vino y, tras los postres, el mejor güisqui. Desecho el
habano que se me ofrece y me dispongo a conversar. Para
empezar, sale a relucir el problema de Casillas y,
naturalmente, me pronuncio a favor de Mourinho.
Uno de los contertulios, en cuanto me oye, se acelera como
si estuviera defendiendo que nuestro alcalde no ha tenido ni
arte ni parte en el asunto de Urbaser, para decirme no sé
qué del uno contra uno de Iker. Lo del uno contra
uno, le digo, me suena a tarea en tálamo nupcial. Y el
hombre, que no tiene sentido del humor, hace aspavientos de
ofendido.
Pero como el güisqui es muy bueno, pues de haber sido de
garrafa se hubiera liado, pasamos a debatir sobre si nuestro
alcalde está ya pasado de moda. Y a mí, que soy
incorregible, me da por decir que nuestro alcalde, quizá
porque le están fallando las fuerzas, hace ya tiempo que
delegó en Aróstegui. Y se armó la tremolina. Así que
me vi frente a cuatro personas enfurecidas. Menos mal que el
anfitrión puso orden. Y yo pude seguir saboreando el escocés
de lujo. De pronto, uno de los presentes me echó en cara que
‘El Pueblo de Ceuta’ esté hurgando en las presuntas
corrupciones del gobierno local y sacando a nuestro alcalde,
de manera poco agraciada, en portadas que la gente busca
ávida de interés, porque la empresa editora puede perder la
publicidad institucional que irá toda, y aún más, a ‘El
Faro’. Y así lo anda propalando Aróstegui.
Y me pone a huevo la respuesta: verdad es que mientras ‘El
Pueblo de Ceuta’ está publicando cuanto concierne a un
contrato con Urbaser que hiede a guano, El Faro se dedica a
decirnos que nuestro alcalde es el representante de Dios en
esta tierra. Y la cosa no tiene color. Bueno, sí: tiene
color verde. El de la esperanza.
|