Vivimos en un momento de
comportamientos que tienden al desprecio de todo. No sabemos
apreciar el valor de las cosas. Nuestro actuar suele ser una
permanente desconsideración hacia nuestras raíces y su
propia naturaleza. Tenemos que reemplazar conductas hasta
con nuestra propia madre tierra, por cierto el único planeta
del que disponemos para vivir. Entiendo, por tanto, que
debemos de cambiar cuanto antes esta cultura despreciativa y
poner en valor otros cultivos menos altaneros y arrogantes,
que sean capaz de proteger y respetar el medio ambiente.
Incomprensiblemente, no nos ha importado desatender nuestro
hábitat. Ciertamente, produce un inmenso dolor que nuestro
propio orbe nos mande señales desesperantes y la especie
humana apenas le preste atención. El cambio climático y el
agotamiento de la capa de ozono son los testimonios más
evidentes. La consecuencia es que todo se está volviendo
estéril en un mundo putrefacto.
Ante esta preocupante realidad, pienso que debemos de
aprender a considerar a la persona en relación con los demás
elementos naturales que le acompañan. El mundo, que comenzó
en un preciso y precioso momento, que fue obtenido de la
nada, ha de enraizarse al ser humano, y éste a la diversidad
de formas de vida terrestres que nos sustentan unas a otras.
De ahí, la importancia de aprender a dominarnos, para que el
gran libro de la naturaleza nos siga deleitando y
sorprendiendo. Sin duda, tenemos que considerar a la madre
tierra como algo muy importante, sin ella la vida se pierde
y la propia especie humana pasa a engrosar los anales de la
historia. Hemos, pues, de valorar al ser humano por lo que
representa en el orden natural y, sobre este orden, empezar
a construir otro mundo que nos permita compartir la propia
existencia de cada uno.
Se dice que nada hay tan dulce como el amor para que
florezcan los frutos. Dicho esto, se me ocurre, que
coincidiendo con la celebración del día internacional de la
madre tierra (22 de abril), seamos capaces de activarnos el
corazón ante las muchas ruinas labradas por nosotros mismos.
En ocasiones, nos hemos sepultado de tantos odios, que
resulta imposible reposar en la tierra. Nos acorrala un
desarrollo insostenible, un afán de poder desesperante, un
rechazo a un cambio de rumbo en nuestras vidas, mil
retrocesos en maneras de vivir. Esta cultura de la
ordinariez no puede seguir gobernando el planeta.
Tajantemente, ¡no!. Precisamos otras actuaciones del ser
humano sobre la naturaleza. El menosprecio por toda vida ha
generado un sentido de irresponsabilidad que hace precarias
e inciertas las opciones de la vida de cada día. Por otra
parte, la desorientación es tan grave que, hoy más que
nunca, hace falta poner en circulación el juicio ético sobre
los derechos y los deberes de cada uno.
Evidentemente, la ley natural es, por sí misma, la única
fortaleza válida contra la arbitrariedad de los poderosos y
los engaños de la manipulación ideológica, tan de moda en
estos momentos. En lugar de promover la cultura del
endiosamiento de unos y de la simpleza de otros, deberíamos
avivar el crecimiento de la conciencia moral sobre la madre
tierra. Por consiguiente, la primera preocupación y
ocupación de la humanidad, sobre todo de aquellos que tienen
responsabilidades de gobierno, debería consistir en promover
la maduración de la conciencia ética. Sin este avance nada
será verdadero. Continuaremos en el vacío, en el desaire, en
los abusos y atropellos. Nuestro planeta precisa personas
con conciencia crítica, capaces de dar garantía a sus
moradores para poder vivir libre y ser respetado en su
dignidad.
La aportación de estas gentes, cultivadas en lo éticamente
lícito, es de suma importancia en esta época que nos ha
tocado vivir. Juntamente con el progreso de nuestras
capacidades sobre este ambiente que nos hemos injertado,
tenemos que desarrollar un diálogo fecundo entre las
diversas culturas, que nos permita poder discernir un
progreso real y coherente que no lastime a la madre tierra.
La acción contra esta dejación humana en la preservación de
los recursos naturales y los ecosistemas, nos exige cambiar
el patrón de conductas y proceder sin dilación al fomento de
una cultura más respetuosa con el medio natural.
Pongamos fin a las bellas palabras. Vayamos, de una vez por
todas, de las voces a las realidades. No se puede vivir en
oposición con la naturaleza. El día que la armonía forme
parte de nuestro proceder, que la conciliación y el
acercamiento de unos y de otros sea algo verídico, será el
inicio de un proceso realmente ecologista. Son,
precisamente, estas interacciones de los seres vivos con su
hábitat, las que merecen en todo momento ser respetadas.
Obviamente, todos tenemos derecho a existir y a convivir en
armonía con la naturaleza. Por desgracia, aquí y allá se
producen los diferentes fenómenos de degradación ambiental y
la falta de consideración con algunos seres humanos, lo que
nos exige a todos una autentica sensibilidad hacia este
gravísimo problema. Esta mentalidad dominante, de la
desconsideración hacia la naturaleza, o lo que es lo mismo,
hacia nosotros mismos, lo que hace es que la autodestrucción
de la especie cada día esté más pujante.
Por eso, volvamos el término madre tierra, aparte de que sea
una expresión que se utiliza comúnmente en muchas culturas
para designar a nuestro planeta, es una palabra que lo dice
todo, que está cargada de significados hondos. Esta relación
maternal, con toda su vitalidad y fecundidad, debiera
instarnos a la reflexión, a descubrirnos y aceptarnos como
hermanos, como familia, como linaje único incorporado a la
naturaleza. Yo firmemente pienso en esa unión de corazones,
sin omisiones. La desatención hacia el semejante y su
entorno, tiene que agonizar. Para poder dar ese salto a la
vida, antes tenemos que dar salud a la madre patria,
desistiendo de todo empecinamiento de creernos más que nadie
en este mundo de vínculos y semejanzas. Reneguemos, pues, de
cualquier cultura descortés con la humanidad y su medio
ambiente, aportando renovada energía y entusiasmo para
cualquier batalla de ideas y de visiones. Sólo cuando
aceptemos esa unidad armónica resplandecerá la verdadera
cultura ecológica. De lo contrario, seguiremos con la
palabrería fácil y con la hecatombe más próxima.
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