San Agustín, siempre moderno,
decía que el hombre es “bestia deseosísima de cosas nuevas”.
Y llevaba más razón que un santo. Los hombres andamos
necesitados de cambios que nos estimulen para mejorar
nuestro rendimiento. Novedades que ofrezcan algo útil y
razonable.
Las mujeres han estado y están siempre muy atentas a mudar
de sitio los muebles de la casa a fin de que a los suyos les
parezca un habitáculo distinto. Los cambios de cortinas y
objetos de adornos han sido fundamentales en ese deseo de
procurar desterrar la mirada monótona de cuanto se halla
entre las cuatro paredes de la estancia familiar.
Yo he contado, a veces, cómo muchos futbolistas rinden menos
cuanto más tiempo permanecen en instalaciones donde ni
siquiera las paredes del vestuario cambian de color. Incluso
bisbisean maldades contra los empleados que van envejeciendo
junto a ellos en la tarea diaria. Y es que ya lo dice el
refrán popular: “Donde hay confianza, da asco”.
El aburrimiento, por más que hayan dicho de él que en el
momento adecuado es signo de inteligencia, o que es una
forma de descanso y hasta que hay obras maestras debido a la
cantidad de bostezos que causan, no sólo es el demonio de la
mujer, con todo lo que ello condiciona al hombre, sino que
conduce irremisiblemente a la rutina. Que es el trabajar de
memoria, sin identidad. Hacer lo que siempre se ha hecho
para salir del paso.
No hay peor insulto para cualquier funcionario, por poner un
ejemplo, que decir de él que cumple su actividad
rutinariamente. Porque se sabe de memoria su cometido y lo
sigue haciendo sin evolucionar en ningún sentido. Mirando al
tendido, vamos.
En fin, a lo que iba, que San Agustín cuando dijo que el
hombre es “bestia deseosísima de cosas nuevas”, seguramente
estaba pensando, sobre todo, en quienes se eternizaban en
los cargos. De haber vivido en esta época, no me cabe la
menor duda de que se habría dirigido a los políticos para
indicarles que bien harían en dejar su poltrona a tiempo.
Antes de gobernar mediante el tedio y el fastidio y, por
tanto, tomando sus decisiones como dicen que Franco firmaba
sus sentencias; entre abrideros de boca y degustando
chocolate con picatostes.
Sí, ya sé que ustedes me dirán, y con la razón que les
otorga lo legislado, que los políticos, si son elegidos
democráticamente, tienen todo el derecho del mundo a
disfrutar de semejante poder hasta el fin de sus días.
Aunque el gobernante esté abrumado por la decadencia del
aburrimiento y haya que soportarle no sólo su quehacer
rutinario sino también las funestas consecuencias de un
comportamiento sometido a un proceso de ciclotimia.
Los ciclotímicos, por si alguien no lo sabe, son personas
con cierta propensión a la alternancia de los estados de
ánimo; y hasta los cambios de clima repercuten notablemente
en su forma de proceder. Por consiguiente, ser ciclotímico y
rutinario no deja de ser una mezcla peligrosa. Terriblemente
peligrosa. Un riesgo que conviene ser tenido en cuenta por
los votantes.
En Ceuta, el alcalde lleva 13 años. Que son muchos años. Por
más que lo hayan elegido los ceutíes por mayoría absoluta. Y
está en su derecho de proclamar que tiene las mismas
ilusiones que tenía en el año 2001. Pero tampoco le vendría
mal hacerse la prueba de manías y rutinas. Cuyos efectos son
muy dañinos. Por su bien. Y, lógicamente, por el de todos
los ciudadanos.
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