Andaba yo una noche compartiendo
mesa y mantel con nuestro alcalde en una caseta de la Feria
de Primavera y Fiesta del Vino Fino, de El Puerto de Santa
María. El ambiente que reinaba en el habitáculo municipal
era extraordinario.
Corría el vino y la alegría, mientras las anécdotas se
sucedían y las miradas se nos iban detrás de las mujeres
que, embutidas en el traje de gitana, dejaban ver caderas
sinuosas. Algunas lucían cinturas adecuadas para poder
ceñirse la corona de Carlos Magno. Y, además, se movían
gráciles al compás de las sevillanas. En suma: teníamos ante
nosotros un espectáculo de fuego corporal y deseos
insinuados.
Había llegado ya la hora de omitir los comentarios
políticos, así como olvidarse de ser el más listo de la
clase dando lecciones sobre el IVA, el IRPF y de todas las
batallitas que les gustan contar a las autoridades
municipales. Presupuestos y demás. Ni siquiera cabía la
socorrida conversación de fútbol ni de toros.
Se trataba de darle gusto a los sentidos; máxime cuando
aquella brillante y calmosa noche abrileña despertaba los
más recónditos deseos y hasta permitía soñar con aventuras
que uno ha tenido siempre por imposibles. Aderezado el
ensimismamiento con ese oro puro que sale de las tierras
albarizas de la Bahía gaditana y que se exhibe en catavino
que invita a darle al cuerpo su ración de pecado.
De pronto, no sé qué bicho le picó a nuestro alcalde. Pero
el hecho es que se levantó como impulsado por un resorte y
anunció ante la sorpresa de propios y extraños que
abandonaba la mesa porque se le había apetecido comer
churros con chocolate. Pero mi reacción fue instantánea:
obsequié a nuestro alcalde con la corbata que yo llevaba y
que él me había celebrado, y allá que salí del recinto
ferial con celeridad. Buscando divertirme el resto de la
noche en establecimiento adecuado. Y a fe que lo hallé.
Mientras me imaginaba a Juan Vivas sorbiendo
chocolate, devorando churros e impregnándose de ese olor a
aceite refrito al cual hay que combatir, luego, con el mejor
gel.
Aquella noche abrileña, vivida en un rincón especial de la
Bahía gaditana, llegué al hotel de madrugada; es decir, al
amanecer. Cuando los primeros síntomas de claridad se
dibujaban ya por encima de todos los edificios que se
yerguen en torno a la playa de Fuentebravía.
Y, aunque habían transcurrido ya muchas horas desde que
nuestro alcalde había dicho a sus acompañantes que era la
hora de tomar chocolate con churros, en mí perduraba aún el
extrañamiento de semejante conducta. Tan asombrosa como
inapropiada. Y me entregué a buscarle sentido al asunto. El
cual habría resultado, seguramente, baladí para todos los
que acompañaban a la primera autoridad de Ceuta.
Principié creyendo que, siendo el poder soberbio, a nuestro
alcalde le habría disgustado cualquier gesto del anfitrión,
o sea, del alcalde portuense; aunque bien pronto deseché ese
motivo. También pensé en que, debido a que ya se hablaba de
crisis, nuestro alcalde comenzó a preocuparse por el devenir
de Ceuta y un brote de pesar le hizo abandonar aquella mesa
sobre la que había ambrosía. Incluso se me vino a la mente
que podía ser ciclotímico. Y que sufría una bajada de
energía. Ahora, parece ser que goza de un estado de ánimo
excelente. Que vive ilusionado como el primer día que
accedió al cargo. Así que, de momento, no tomará chocolate
con churros. Conviene dar gracias a Dios.
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