El acólito, en el caso que nos
ocupa, es un ministerio de la Iglesia Católica cuya labor es
ayudar al diácono atendiendo en el altar y ayudando al
sacerdote durante las celebraciones litúrgicas,
especialmente durante la Misa. Por tanto, la pretensión de
todo acólito es alcanzar la categoría superior de diácono,
entendiendo a este como la imagen sacramental de Cristo
servidor. Un diácono es un ministro eclesiástico que recibe
el grado inferior del sacramento del Orden Sagrado por la
imposición de las manos del obispo. En ambos casos,
representantes de la Iglesia Católica.
El diácono sirve al pueblo de Dios en el ministerio de la
liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio
del diácono, según le fuere asignado por la autoridad
competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y
distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo
en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos,
leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar
al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles,
administrar los sacramentales, presidir el rito de los
funerales y sepultura. El diácono debe ser considerado
hombre «probo» por la comunidad, caritativo, respetuoso,
misericordioso y servicial.
El acólito al que me refiero, llego de tierras lejanas con
el ministerio bajo el brazo y con la firme intención de
alcanzar el nivel superior, convertirse en diácono. Por el
camino, denuncias varias y condenas en sede judicial, que
demuestran la ausencia total de buenos principios de quien
desea ser un representante de la Iglesia, un representante
de Cristo en la tierra, una Iglesia a la que también
pertenecemos quienes hemos sufrido las consecuencias de sus
malas acciones. Desde este pequeño y modesto espacio de
opinión, ruego a quienes tienen la responsabilidad de
decidir este tipo de nombramientos, examinen, valoren y
decidan en función de los testimonios y las pruebas
existentes.
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