Alguien dijo que las becas Erasmus –más de 200.000 alumnos
al año– han hecho más por la construcción europea que todo
el dinero gastado en dar a conocer las instituciones del
viejo continente. Nada más cierto. Nada más objetivo para
describir una realidad incontestable. El nombre del viejo
Erasmus –que dejó su fortuna a la Universidad de Basilea
para favorecer la movilidad– es, para muchos jóvenes,
sinónimo de Europa. Sin embargo, el sagaz pensador holandés
–el mismo que reclamaba paz, piedad y bellas artes– ha dado
nombre a un viejo sueño que va mucho más allá que un simple
programa de extensión de conocimientos en el extranjero.
Exactamente igual, por cierto, que aquel que iluminó este
país en el primer tercio del siglo XX, y que respondía al
nombre de Junta para Ampliación de Estudios e
Investigaciones Científicas. Vale la pena, en este sentido,
recordar el preámbulo de la ley que dio vida a esta
institución, que parece inspirado en las propias becas
Erasmus. Con la diferencia de que el texto está escrito
ochenta años antes.
“La comunicación con judíos”, decía la norma, “y la
mantenida en plena Edad Media con Francia, Italia y Oriente;
la venida de los monjes de Cluny, la visita a las
Universidades de Bolonia, París, Montpelier y Tolosa; los
premios y estímulos ofrecidos a los clérigos por los
Cabildos para ir a estudiar al extranjero, y la fundación
del Colegio San Clemente en Bolonia, son testimonio de la
relación que en tiempos remotos mantuvimos con la cultura
universal. La labor intelectual de los reinados de Carlos
III y Carlos IV, que produjo la mayor parte de nuestros
actuales centros de cultura, tuvo como punto de partida la
terminación del aislamiento en que antes habíamos caído”.
Como se ve, nada nuevo bajo el sol. Sólo la Guerra Civil y
sus devastadoras consecuencias, acabaron con esa filosofía
antiaislacionista, y esta es, en realidad, la fuerza de
Erasmus, su capacidad para traspasar las barreras físicas
que un día existieron en Europa y que hoy se estudian sólo
en los libros de texto.
¿Quiere decir esto que ya todo está conseguido? En absoluto.
Erasmus pudo cumplir antaño un papel propagandístico sobre
el proceso de construcción europea, y sin duda que ha
merecido la pena; pero un cuarto de siglo después de su
nacimiento, debiera convertirse en el embrión de la
integración universitaria europea, hoy construida sobre
comportamientos estancos. O dicho en términos más directos.
La existencia de medios de transporte a precios
extremadamente asequibles, permite ahora asegurar la
movilidad de los jóvenes, pero no basta. El reto es crear
centros universitarios transnacionales –la generación
Erasmus– que superen las fronteras. Exactamente igual que en
EEUU, donde Harvard, Yale o cualquier universidad no tiene
en cuenta el origen de sus estudiantes o de sus profesores a
la hora de programar los cursos o impartir clases. Algo
parecido ocurre ya en las grandes escuelas negocios, cada
vez más internacionalizadas.
Quiere decir esto que el peligro de Erasmus es,
precisamente, que muera de éxito. Que se convierta en una
enorme agencia de viajes especializada en ‘vacaciones’
universitarias. El siguiente paso es, por lo tanto,
reinventar Erasmus para que una visita puntual –aunque sea
equivalente a un curso académico– se convierta en
permanente.
Y el peligro realmente existe. No hay que olvidar que
Granada, Madrid y Valencia son las universidades europeas
que reciben más estudiantes Erasmus, y ninguna de ellas está
entre las 200 mejores del mundo, lo que refleja un cierto
riesgo de convertir el programa de becas en un Imserso para
jóvenes. La integración universitaria debe ser, por lo
tanto, el objetivo, y de ahí la importancia de mantener el
esfuerzo presupuestario para que Erasmus continúe cumpliendo
su papel fundamental. Pero reenfocando su objetivo
estratégico incardinándolo en Bolonia, el proyecto de
integración universitaria europea. Bolonia y Erasmus son, de
hecho, la misma cosa. Un programa no se entiende sin el
otro. No hay que olvidar que el programa Erasmus tuvo una
fuerte influencia en lo que es el Proceso de Bolonia y la
creación del Espacio Europeo de Educación Superior.
Estamos ante un proyecto de una importancia fundamental que
no puede estar sometido a programas de recortes insensibles
con lo que está en juego. Sobre todo cuando la integración
universitaria forma parte de los objetivos estratégicos de
la cumbre de Lisboa.
Hoy, sin embargo, se han detectado fallos o ausencias que
hay que subsanar. Por ejemplo, las expectativas de los
estudiantes muchas veces no se corresponden con los
contenidos y enfoques del programa. O las dificultades al
unir estudiantes Erasmus con estudiantes de un máster
nacional. Muchos estudios que se han realizado en los
últimos años ponen negro sobre blanco la importancia de
Erasmus. Se ha comprobado que los estudiantes que se acogen
al programa tienen mayor empleabilidad después de un período
de aprendizaje en el extranjero gracias al desarrollo de
competencias personales y a los idiomas.
Además, está demostrado que esos estudiantes consolidan
mejor sus conocimientos durante el periodo en el extranjero,
y suelen demostrar mayor flexibilidad y comprensión de la
complejidad del entorno laboral. Igualmente, las
estadísticas indican que aproximadamente uno de cada tres
estudiantes recibe una oferta de trabajo en el extranjero, y
la mitad de aquellos que aceptan son empleados en el país
donde se llevó a cabo su colocación Erasmus. Como se ve,
muchos beneficios pese a la escasa cuantía de las becas. Sin
duda, un problema que no es menor y que a menudo se olvida.
* Periodista
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