Felipe José Abárzuza y
Oliva fue Ministro de Marina entre 1957 y 1962.
Gaditano, monárquico convencido y franquista por necesidad,
la figura del almirante intimidaba tanto como su vozarrón.
Cuando se cabreaba se ponía hecho un basilisco y todos sus
ayudantes se echaban a temblar.
Lo mejor del ministro, durante el tiempo en el cual yo
estuve a sus órdenes en la planta principal del ministerio,
es que pronto se le pasaba el acceso de ira y hasta dejaba
ver entonces detalles bondadosos. Siempre, claro, que el
reprendido hubiera evidenciado una forma de ser acorde con
el concepto de hombría que él tenía.
El almirante era tan monárquico que Franco lo designó
como representante del Estado español en la boda entre
Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia,
celebrada en Atenas el 14 de mayo de 1962. Fecha de la cual
conservo yo un mal recuerdo: estuve 15 días arrestado sin
salir del ministerio por contravenir una orden suya. Un
castigo menor, debido a un acto mío irresponsable y envuelto
además en aires presuntuosos.
Al ministro se le notaban los nervios cada vez que había
Consejo de Ministros. Varias veces me tocó a mí acompañarle
a El Pardo -como Infante de Marina, perteneciente a su
servicio- en compañía de Carlos Alvear, ayudante
predilecto, como también lo era el teniente coronel
Ollero, y pude comprobar su inquietud.
Y es que, según decían, la mirada escudriñadora de Franco
imponía incluso a todo un almirante laureado. Amén de que a
los consejos iban los ministros convencidos de que la visita
al cuarto de baño era casi imposible. Ya que el Caudillo,
debido al control que tenía del sistema de su vejiga
urinaria, mantenía el tipo durante mucho tiempo. Así que el
día que transgredió la norma, alguien dijo que la dictadura
había comenzado a hacer agua.
El doctor Puigvert, insigne urólogo catalán, comentó
un día que Franco nunca había necesitado de sus cuidados. Y
hasta escribió en sus memorias que lo había visto derramar
lágrimas por Muñoz Grandes, cuando éste andaba
encamado en un hospital, tras haber sido operado. La emoción
del Generalísimo, poco propenso a expresar sus emociones, le
produjo escalofríos al cirujano.
De Franco se ha escrito mucho. Y se ha destacado a veces
-muchas veces- que el medio utilizado para lograr el fin era
el silencio, el paso del tiempo, el agotar la capacidad de
resistencia del opositor. Fue la táctica que se impuso a la
hora de tratar a don Juan, el heredero que no pudo reinar.
Se me ha venido a la memoria el conde de Barcelona, tras
cumplirse veinte años de su muerte y haber trascendido la
cantidad de millones que heredaron los suyos. Provenientes
de dineros que don Juan tenía en Suiza. Y de quien conviene
decir que nunca vivió precariedad alguna, como bien se
encargaron de decir sus corifeos, sino que vivió como un
rey. Aunque nunca lo fuera. Porque Franco no quiso.
Y se lo dejó bien claro cuando se entrevistaron en el Azor.
Le dice a don Juan que se encuentra sano y con ganas de
trabajar. Que puede seguir al frente de España por lo menos
otros veinte años. Don Juan disimula la contrariedad. Y le
aclara que su urgencia por ocupar el trono sólo responde a
los intereses de España.
El peor enemigo del Borbón fue Carrero Blanco. Debido
a que su alteza real tenía la lengua muy larga. Y en una
ocasión, delante de quienes no debía, puso al militar de
cabrón. Enterado Carrero del asunto, y siendo como era
persona susceptible, se la juró.
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