Atrás han quedado las lágrimas
derramadas por tantos y tantos cofrades que vieron cómo sus
pasos debido a la inclemencia del tiempo no pudieron salir
del templo o sufrieron las consecuencias de la lluvia
estando ya en plena calle.
Lágrimas por doquier. Las que hemos visto gracias a las
retransmisiones televisadas de las procesiones. Escenas que
se vienen repitiendo desde hace muchos años. Y que se han
convertido en una parte más de un espectáculo público que
sigue cautivando a quienes lo tienen asumido como una
tradición.
Una costumbre apasionada que pasa de padres a hijos sin
solución de continuidad y que les lleva a cumplirla a
rajatabla. Es una especie de mandato familiar. Quién no ha
oído decir en mi casa somos todos del Cristo de la Buena
Muerte o de la Macarena. Por ejemplo.
He aquí una forma de fe que propicia que haya muchas
personas que se jactan de pertenecer al mundo de la
filosofía y la razón y sin embargo están deseando la llegada
de la primavera para participar en una ceremonia religiosa
cuya popularidad no decrece nunca.
Se me viene a la memoria la anécdota del camarero sevillano
que viene en ‘El español y los siete pecados capitales’.
Reza así: Ante la duda de unos forasteros viendo el paso de
“El Juicio de Pilatos” sobre quién era la figura que se
inclinaba al procónsul romano aconsejándole, contestó:
“¿Esa? ¡Esa es la que por poco nos deja sin semana Santa!”.
Para el buen sevillano dos mil años de cristianismo habían
existido para que la ciudad del Guadalquivir celebrase su
hermosa festividad.
Una festividad barroca. No olvidemos que el arte barroco,
según han dicho quienes saben, es el arte de la propaganda.
Y la Iglesia ha sentido siempre la necesidad de excitar,
impresionar, desconcertar y abrumar a la gente.
El espectáculo de las procesiones atrapa: hay música,
flores, túnicas, escolta militar, autoridades, cirios,
adornos, colores… Suena la saeta y la brisa se divierte con
cuanto puede mover a discreción. Las calles están atestadas
de personas desbordadas por la emoción. Son participantes de
una gran representación.
La Semana Santa, además, desata el fervor de católicos
practicantes y de cuantos no los son. Si a las iglesias
acudieran los domingos una parte mínima de las gentes que
salen a las calles para emocionarse con el paseo de las
imágenes, seguramente habría que hacer templos de cuatro y
cinco plantas. Y en cantidad.
Hubo un tiempo en el cual las autoridades religiosas no
hacían buenas migas con los cofrades. Incluso les molestaba
ciertos comportamientos de los capillitas. Pero, como en la
Iglesia los tontos escasean, pronto se dieron cuenta las
autoridades eclesiásticas de cómo las hermandades
propiciaban y propician la mejor manera que tiene el español
de establecer una relación directa con Dios. Y dejaron de
poner obstáculos a la cosa.
En fin, que los desfiles procesionales siguen siendo la
mejor ceremonia religiosa de la Iglesia española. A la que
va la gente sin necesidad de intermediarios. La pena es que
siga celebrándose en días correspondientes a una estación
donde las aguas bajan bravas y con insistencia. Aunque el
llanto de hermanos de todas las edades, causado por tales
inclemencias impedidoras del lucimiento de sus figuras
devotas, me parece que forma parte fundamental de la
ceremonia. Sí, el llorar de los penitentes supone un
elemento religioso más para que el drama adquiera su máxima
expresión.
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