Suena mi teléfono, a esa hora vaga
de mediodía, cuando estoy enfrascado en la lectura y aún no
tengo ni idea, en este Jueves Santo, de lo que voy a
escribir para que mis lectores, que siguen siendo muchos –y
perdonen mi inmodestia-, puedan leerme mañana. Que será ya
viernes.
Quien me llama, sabe mucho de mis costumbres, y lo primero
que me pregunta es por la Biblia; ya que de sobra conoce que
es mi libro preferido durante la Semana Santa. Así que se
extraña cuando le digo que esta vez me ha dado por volver a
leer los “Diarios de Manuel Azaña”.
Dado que mi interlocutor nunca ha sentido interés por leer a
tan grande dirigente, me pregunta cuál es a mi modo de ver
el atractivo de un político y literato que ha sido objeto de
todas las controversias habidas y por haber.
Y no dudo en responderle con celeridad: el dominio de la
palabra. Y así me evito también meterme en análisis que tan
mal casan con la estructura de la columna. Aunque decido
extenderme lo justo acerca de Azaña: mira, Juan -no
confundir con Vivas, por favor-, “a falta de un poder
propio, de un gran partido o de una disciplinada
organización paramilitar como era moda en los años treinta,
los discursos constituyeron su principal instrumento de
acción, más exactamente fueron su principal acción”.
Juan, cuya ironía me sé de memoria, va y me suelta como
quien no quiere la cosa: “O sea, Manolo, que los
discursos de Azaña tenían el mismo poder de
convencimiento que tienen los mítines de Juan Luis
Aróstegui y sus escritos de los jueves. Dignos todos de
ser enmarcados para la posteridad”.
Y a mí se me ocurre decirle a Juan –insisto: no confundir
con Vivas- que no es de recibo que trate de cachondearse del
secretario general de CCOO. Que no es bueno que se lo tome a
burla. Como si fuera un piyayo cualquiera. Máxime cuando
está refiriéndose a un personaje que tiene la cabeza bien
amueblada en todos los sentidos. Que destaca como individuo
influyente en la ciudad. Que goza de tres o cuatro empleos.
Por los que percibe salarios extraordinarios. Los cuales lo
han convertido en una de las personas más pudientes de
Ceuta. Y encima, por si escaseara de algo, asesora a
empresas de tendencia favorable a los pobres (!), como
hubiesen hecho sus parientes: aquellos señores tan adictos
al cura Merino. Célebre en la primera carlistada.
La risa de Juan, mi interlocutor telefónico, me hace
recobrar el resuello y hasta consigue que me tome un momento
de respiro. Lo cual aprovecha para decirme: “A ver cuando te
enteras de una vez y para siempre que Aróstegui es un pelma.
Un tío más pesado que una ballena y más molesto que una
banda de mosquistos marismeños. Y hasta bien demostrado
tiene que es cortito de valor. Acuérdate de como dio marcha
atrás ante la denuncia de Francisco Javier Sánchez Paris”.
Vamos, que se acoquinó.
-Oye, Juan, un respeto, ¿eh? Que estás hablando de un
político reputado y con una cabeza que, de haber sido
moldeada a tiempo, le cabría un Estado.
-¡Venga, hombre, date un baño de asiento! Estoy hablando de
un tipo parlanchín. De un Fulano sin conversación. Con quien
no se puede hablar con él de nada interesante. Porque la
conversación siempre termina desabridamente. Un listorro.
Que sabe dónde está el dinero fácil. Y no lo desestima. En
fin: un impostor. Y el vivo retrato de ‘Don Quintín el
amargao’. Como tú dijiste un día, Manolo.
|