Hola Ceuta.
Llevo ya cuatro días disfrutando de la Semana Santa y,
contra todo pronóstico, el Sol me acompaña en todo momento,
menos por la noche ¿no?
Como Rouco Varela ha perdido varios enteros desde que
tenemos nuevo Papa, el buen Dios ha hecho caso a mi petición
de que no me fastidiara durante mi viaje y mi estancia en
las ciudades que visitara. Gracias Dios por contradecir a
esos malos pronosticadores del tiempo.
En la capital de la Costa del Sol me he reencontrado con
viejos amigos, tanto en edad como en antigüedad y recordando
los buenos tiempos, ya alejados en la historia, hemos
disfrutado de las tapas y del entorno semi-turístico.
Málaga ha cambiado un poco desde la última vez que la
visité, sin embargo el entorno social está mucho peor y,
desde luego, los peperos no consiguen levantar sus promesas.
Empezando por el Metro: túneles construidos, estaciones casi
terminadas… pero todo paralizado. La única unidad móvil que
he visto es un tractor abandonado.
La crisis, fuerte, se nota mucho en los alrededores del
hotel donde pernoctamos y cientos de pequeños comercios
tienen las persianas metálicas bajadas con carteles pegados,
de alguna manera, con leyendas como ‘se traspasa’, ‘se
alquila’, se vende’, etc.
Por exigencia de mi hijo pequeño, al que le encanta los
churros, solemos desayunar en el bar del mercado de Huelin
porque hacen unos churros kilométricos que compensan, con
mucho, la manía de mi hijo de tomar solamente un vaso de
leche como desayuno.
Cuando voy a la ciudad de los boquerones suelo acudir a un
centro comercial cuyas dependientas me recuerdan con amor y
donde suelo comprar esas cosas que suelen cubrir los cuerpos
desnudos.
Me he decidido por un pantalón y, para sorpresa mía, allá
tenían registradas mis medidas que, para desencanto mío,
resultaron ser pequeñas. La edad y la barriga van parejas
por la vida: no paran de crecer.
Bueno, mi estancia en Málaga está completamente condicionada
por mi hijo pequeño: él decide qué y cómo lo hacemos. Para
eso me acompaña.
Solo un bache hemos encontrado: en la comida me zampé unos
callos que nunca he visto. Unos callos ahogados en la sala
que se toman con cuhcaras como si fuera un cocido.
Me sentaron tan mal que tuve que meterme en una farmacia don
la simpática farmacéutica me atendió tan agradablemente que
al día siguiente se preocupó preguntándome, en la calle
durante un paseo, que tal estaba.
Había pedido unas pastillas para el estómago y además me
tomó la tensión que la tengo tan alta como la concurridísima
órbita de satélites. Encima mi hijo se chiva de que soy un
fumador empedernido.
Bueno, seguimos aquí.
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