Necesitamos sentirnos liberados.
El mundo católico habla a todos los que sufren y les promete
la esperanza de que el Creador puede convertir su dolor en
alegría, su aislamiento en comunión, su muerte en vida.
Ofrece esperanza ilimitada a unos moradores desesperanzados.
Por tanto, esa cruz que tantas veces se procesiona por las
calles, a lo largo del año litúrgico y especialmente en
Semana Santa, tiene un significado profundo para los
practicantes. O al menos debe tenerlo. Habla de amor
incondicional. Expresa la victoria de la no violencia sobre
la opresión. Presenta a un Jesús que sufre y redime, que
ensalza a los humildes, que da fuerza a los débiles, que da
luz a los perdidos. En definitiva, para los creyentes el
crucificado es la verdad redentora que el mundo necesita
escuchar. El testimonio de este amor debe hacernos
reflexionar, aunque sólo sea para despertar en nosotros la
conciencia, extinguir nuestros desvelos de lucha y exhortar
a la paz. Vale la pena, aunque sólo sea para saciarnos por
dentro, meditar sobre nuestra propia vida, ver que las cosas
pueden mejorar y que cada uno de nosotros podemos aportar
algo hacia ese camino de justicia y libertad.
Es la luz la que hace realidad la vida, el encuentro y el
acceso a la existencia. Por el contrario, el mal se esconde,
no nos deja espacio para nosotros. La oscuridad de los días
pasados se disipa cuando Jesús resurge de la tumba y se hace
él mismo luminosidad en un mundo de tinieblas. El mundo
tiene que liberarse de tantas ataduras que nos dejan sin
aliento y sin camino. Aún hoy son muchas las personas que
sufren y mueren a manos de la esclavitud, de la tortura.
Reflexionemos y comprometámonos con estos seres humanos. Ahí
está el reclutamiento forzado de niños para que luchen en
conflictos armados. Tenemos que despertar para combatir
todos estos males. El concepto de la superioridad racial
sigue discriminando vidas. Precisamente, la observancia de
esta cruz amorosa que procesiona en Semana Santa, así como
la observancia del día internacional de recuerdo de las
víctimas de la esclavitud y la trata transatlántica de
esclavos (25 de marzo), debe hacernos recapacitar para
armarnos de coraje (no de armas) para erradicar este tipo de
prácticas, que se tragan la propia dignidad del ser humano.
Vivimos tiempos de confusión. Nada es lo que parece. A
veces, bajo el pretexto de una piedad que es falsa, bajo la
apariencia engañosa de una emancipación que no es tal, se
construyen abecedarios que son una verdadera farsa. En lugar
de abrirnos al amor nos dejamos cegar por el poder, por la
palabrería fácil, a través de una cultura dominadora, sin
escrúpulos, tanto es así, que se ha rebajado al ser humano a
niveles antes insospechados, donde los valores humanos
importan nada o bien poco. Creyentes y no creyentes tenemos
el deber de ayudar a que se consolide en el planeta la
liberación del ser humano. Liberación que ha de ponernos en
movimiento, con la energía de la caridad o de la
solidaridad, para superar las diversas servidumbres que
acorralan a las personas. De no hacerlo, esa Iglesia que
procesiona con el crucificado o ese ser humano al que se le
llena la boca de solidaridad, perdería su significación más
honda. Sin duda, tenemos que ser coherentes y no dejarnos
atrapar por otros intereses.
Por desgracia, son las personas las que podemos llegar a ser
protagonistas de la maldad. Realmente el mundo no está en
peligro por las malas personas, sino por aquellos que
permiten que lo perverso nos gobierne. Por eso, es
importante reflexionar sobre qué es el bien y qué es el mal.
Desde este discernimiento profundo, podemos encontrar la
manera de liberarnos de la falsa idea de que la fe ya no
tiene nada que decir a los hombres de hoy. Al menos una vez
al año necesitamos purificarnos interiormente, adentrarnos
en nosotros mismos, y ver desde el penetrante silencio, que
la venta de niños y la trata de mujeres y niñas con fines de
explotación sexual, que la intolerancia, el racismo y la
codicia, se enraízan cada día más en nuestra existencia..
Sería bueno renovar -los creyentes- nuestro sí, a la
voluntad divina como hizo Jesus con el sacrificio de la
cruz. También sería un paso adelante que los no creyentes
celebrasen la diversidad trabajando juntos para alcanzar
objetivos armónicos para el planeta.
Es esencial que alcemos todos unidos una voz para oponernos
sin equívocos a tantas cadenas impuestas. Basta ya de
abusos. En una sociedad globalizada como la actual, donde
las cargas son tan diversas como dispersas, es de justicia
activar un proceso de concienciación de la condición social
del ser humano, mediante el análisis crítico y reflexivo del
mundo que nos rodea. Cada ser humano necesita recuperar el
dominio de su propia vida. Sólo así podemos trabajar por el
bien común. Todos deberíamos, pues, tener una meta en mente,
la de servir a las ideas promovidas por las Naciones Unidas.
Si en verdad queremos un mundo más auténtico, tenemos que
dar prioridad a los asuntos humanitarios. La inseguridad, la
desigualdad y la intolerancia se están extendiendo. Todo
ello está poniendo a prueba nuestra capacidad y nuestra
visión de las cosas.
Ciertas personas tienen el talento de ver mucho en todo.
Pero les cabe la desdicha de ver todo lo que no hay, y nada
de lo que hay. Es cuestión de analizar, de saber mirar. Así,
por ejemplo, resulta ofensivo que se esté difundiendo en el
mundo engañosos mensajes de felicidad imposible, que
conlleva sólo a la desolación y a la amargura. Sucede lo
mismo con las sociedades que se despreocupan de las
personas, son inhumanas e irresponsables. Al fin y al cabo,
creyentes y no creyentes, seguimos confundiendo términos y
pregonando palabras que nada nos dicen y nada nos cuesta
pronunciarla. Se nos olvida que la verdadera fuerza de una
persona reside en la fidelidad de su testimonio a la verdad
y de su resistencia a la adulación. También se nos olvida
hacer realidad los ideales de la Carta de las Naciones
Unidas y construir un mundo mejor para todos. Somos así de
necios. Sálvese el que pueda.
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