Primavera lluviosa y por tanto, un
año más, quienes viven con pasión los desfiles procesionales
rezan para que escampe durante el tiempo fijado a fin de que
sus veneradas imágenes puedan cubrir la carrera que tienen
asignadas desde tiempo inmemorial.
La mirada al cielo de los cofrades, durante el día que les
toca salir en procesión, es permanente y está llena de
invocaciones para que el temporal de agua y viento les
conceda esa tregua necesaria para disfrutar en las calles
con sus cristos y vírgenes de su devoción. Y lucirlos con el
esplendor que ellos les han proporcionado para hacer
proselitismo de sus figuras.
El llanto de mayores y pequeños cuando el hermano mayor de
cualquier Hermandad se ve obligado a decir que se suspende
la función de pasear los pasos, por mor del mal tiempo
reinante, a mí me sigue causando gran pesar. Por más que la
Semana Santa nunca me atrajo lo suficiente como para vivirla
cual componente de un estado de fervor que pasa de padres a
hijos.
Eso sí, en llegando su celebración, suelo acordarme de
hechos como el vivido por Juan Araujo: aquel
extraordinario futbolista del Sevilla a quien la vida le
golpeó donde más le dolía como padre y dejó de creer en el
Gran Poder para luego recibir, por cuestiones climáticas, la
visita de Éste y acabar postrándose a sus pies. Es una
historia mil veces contada y que yo suelo leer cada año por
estas fechas. Y confieso que me sigo impresionando.
Tampoco me olvido, durante la Semana Santa, de cuando en
incipiente adolescencia yo estudiaba en colegio de jesuitas
y acudía a la iglesia de San Francisco. Y dentro del templo,
en aquellos días de constante liturgia, se me agitaban las
emociones y sentía como la mente entraba en un estado de
confusa exaltación. Una especie de hipnotismo que me impedía
levantar la mirada del suelo.
Un profesor de arte, muchos años después, cuando le hablaba
de lo que me acontecía en mi juventud, durante la Semana de
Pasión en la iglesia, me dijo que el barroco español se hizo
para que el espectador ni mire ni comprenda, sino que lo
único que se le pide es que sea pasivo y receptivo. Porque
la arquitectura, la escultura y la pintura en una iglesia
española son accesorios al arte puramente dramático –la
danza religiosa si lo prefieren- de la Misa.
En fin, luego, con el paso de los años, entendí que los
imagineros, como los arquitectos barrocos, tenían que ser
una especie de empresario de la madera y de la piedra y
poseer un fuerte sentido de su efecto teatral. Y, claro, los
españoles mostraron muy pronto una notable aptitud para
ello.
Quizá, como apuntaban los cronistas impertinentes que nos
visitaron en los siglos XVIII y XIX y principios del XX,
porque encajaba con nuestra tradición artesana árabe y
mudéjar en diseñar complicados esquemas lineales y con su
inclinación a organizar elaboradas ceremonias religiosas.
Sea como fuere, lo que a mí me apetece decir, un año más, es
que deseo fervientemente que las lluvias concedan el respiro
suficiente para que ninguna imagen se quede recluida en su
templo. Porque de no ser así, Dios no lo quiera, volveremos
a ver, una vez más, escenas de llantos por parte de cuantas
personas llevan muchos meses esperando vivir con alborozo y
recogimiento una fiesta de religiosidad popular.
Fiesta que, por coincidir entre marzo o abril, está expuesta
a que la Naturaleza le juegue una mala pasada. De momento,
cuando escribo, “La Pollinica” ya está en la calle. Aleluya.
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