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OPINIÓN - LUNES, 25 DE MARZO DE 2013

 

OPINIÓN / EL OASIS

Que no llueva estos días
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Primavera lluviosa y por tanto, un año más, quienes viven con pasión los desfiles procesionales rezan para que escampe durante el tiempo fijado a fin de que sus veneradas imágenes puedan cubrir la carrera que tienen asignadas desde tiempo inmemorial.

La mirada al cielo de los cofrades, durante el día que les toca salir en procesión, es permanente y está llena de invocaciones para que el temporal de agua y viento les conceda esa tregua necesaria para disfrutar en las calles con sus cristos y vírgenes de su devoción. Y lucirlos con el esplendor que ellos les han proporcionado para hacer proselitismo de sus figuras.

El llanto de mayores y pequeños cuando el hermano mayor de cualquier Hermandad se ve obligado a decir que se suspende la función de pasear los pasos, por mor del mal tiempo reinante, a mí me sigue causando gran pesar. Por más que la Semana Santa nunca me atrajo lo suficiente como para vivirla cual componente de un estado de fervor que pasa de padres a hijos.

Eso sí, en llegando su celebración, suelo acordarme de hechos como el vivido por Juan Araujo: aquel extraordinario futbolista del Sevilla a quien la vida le golpeó donde más le dolía como padre y dejó de creer en el Gran Poder para luego recibir, por cuestiones climáticas, la visita de Éste y acabar postrándose a sus pies. Es una historia mil veces contada y que yo suelo leer cada año por estas fechas. Y confieso que me sigo impresionando.

Tampoco me olvido, durante la Semana Santa, de cuando en incipiente adolescencia yo estudiaba en colegio de jesuitas y acudía a la iglesia de San Francisco. Y dentro del templo, en aquellos días de constante liturgia, se me agitaban las emociones y sentía como la mente entraba en un estado de confusa exaltación. Una especie de hipnotismo que me impedía levantar la mirada del suelo.

Un profesor de arte, muchos años después, cuando le hablaba de lo que me acontecía en mi juventud, durante la Semana de Pasión en la iglesia, me dijo que el barroco español se hizo para que el espectador ni mire ni comprenda, sino que lo único que se le pide es que sea pasivo y receptivo. Porque la arquitectura, la escultura y la pintura en una iglesia española son accesorios al arte puramente dramático –la danza religiosa si lo prefieren- de la Misa.

En fin, luego, con el paso de los años, entendí que los imagineros, como los arquitectos barrocos, tenían que ser una especie de empresario de la madera y de la piedra y poseer un fuerte sentido de su efecto teatral. Y, claro, los españoles mostraron muy pronto una notable aptitud para ello.

Quizá, como apuntaban los cronistas impertinentes que nos visitaron en los siglos XVIII y XIX y principios del XX, porque encajaba con nuestra tradición artesana árabe y mudéjar en diseñar complicados esquemas lineales y con su inclinación a organizar elaboradas ceremonias religiosas.

Sea como fuere, lo que a mí me apetece decir, un año más, es que deseo fervientemente que las lluvias concedan el respiro suficiente para que ninguna imagen se quede recluida en su templo. Porque de no ser así, Dios no lo quiera, volveremos a ver, una vez más, escenas de llantos por parte de cuantas personas llevan muchos meses esperando vivir con alborozo y recogimiento una fiesta de religiosidad popular.

Fiesta que, por coincidir entre marzo o abril, está expuesta a que la Naturaleza le juegue una mala pasada. De momento, cuando escribo, “La Pollinica” ya está en la calle. Aleluya.
 

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