Mira, Serafín, dado que nadie en
España, esa a la que tú tanto amabas, ha escrito las
necrológicas mejor que César González Ruano, he
querido titularte la tuya así. Parafraseando al maestro que
a la muerte de sus amigos les regalaba la corona literaria
perfecta y los acunaba para la eternidad con el poderío de
unos párrafos certeros y bellísimos. Que nadie ha conseguido
superar.
Por consiguiente, amigo Serafín del alma mía, hazte a la
idea de que lo que yo diga de tu adiós, me costará tanto
esfuerzo como imposible será que lo plasme acorde con tus
merecimientos en esta vida que has dejado. Que fueron tantos
como tanta voluntad tuviste que derrochar para aprender a
pasos agigantados de qué manera tenías que ponerte de parte
de los más necesitados.
Sí, Serafín Becerra, supiste muy pronto que habías
nacido en una España en la cual tu forma de ser no comulgaba
con el régimen establecido. Y no te cupo la menor duda de
que estabas obligado a echar mano del posibilismo. Que era
la tendencia adecuada a fin de aprovecharte de las
posibilidades existentes para ver si te era posible realizar
tu fin político.
Lo del posibilismo, Serafín, a lo mejor te sonaba a chino
cuando navegabas por los mares del mundo ganándote la vida.
Marino de guantes de hierro, dispuestos siempre a cubrir
unas manos de gigante, te imagino leyendo en la proa de un
mercante surcando las aguas bravas que fueron agrietando tus
mejillas bondadosas.
Lecturas las tuyas, Serafín, que fueron formándote como
autodidacto. Y bien que entendías, como inteligente que
eras, que no convenía jactarse de haber aprendido sin
maestros, pero que también debías estar presto a defender lo
que sabías con uñas y dientes. Con esa forma de ser que
tienen quienes han aprendido por sí mismos.
Ay, Serafín del alma mía, ahora mismo te recuerdo, cuando
siendo el político más veterano de esta ciudad y el que más
veces salía en los papeles, puesto que eras aceptado y
conocido por muchísima gente, caminando hacia mí para que
nos presentara Germán Borrachero. Ya que ambos
habíamos cundido entre nuestros conocidos que deseábamos
conocernos.
Lo que no me dijo Germán, y no se lo perdoné nunca, es que
había que andarse con cuidado al estrechar tu mano. Así que
no tomé las precauciones debidas y dejaste la mía convertida
en una oblea. Eso, Serafín, lo de la mano, sucedió un jueves
de 1982, cuando septiembre era recién nacido y tú estabas ya
pensando en las elecciones que se avecinaban.
Por cierto, Serafín, metido en campaña electoral había que
cuidarse de ti. Te transformabas. Y tu verbo irrumpía con
una fuerza inusitada. Tus desencuentros con Paco
Olivencia eran archiconocidos. Aunque pronto me percaté
de que a la par que te desgañitaba en el tabladillo mitinero
transmitiendo tus mensajes tendías la mano de la concordia.
Esa mano, ay, Serafín, y perdona la insistencia, que tenía
más peligro estrecharla que meter los dedos entre los
barrotes de una jaula de tigres en régimen de
adelgazamiento. Con tu adiós, amigo del alma mía, te has
despedido dejando aureola de persona de bien y de hombre
hecho a sí mismo.
Fuerza de una naturaleza curtida en los mares. En los que,
surcándolos, fuiste marino sentado en una proa de mercante,
en tus ratos libres, adquiriendo conocimientos con tus
lecturas, mientras los aires salitrosos te curtían de bondad
y hombría de bien.
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