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OPINIÓN - DOMINGO, 24 DE MARZO DE 2013

 

OPINIÓN / EL OASIS

Serafín del alma mía
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Mira, Serafín, dado que nadie en España, esa a la que tú tanto amabas, ha escrito las necrológicas mejor que César González Ruano, he querido titularte la tuya así. Parafraseando al maestro que a la muerte de sus amigos les regalaba la corona literaria perfecta y los acunaba para la eternidad con el poderío de unos párrafos certeros y bellísimos. Que nadie ha conseguido superar.

Por consiguiente, amigo Serafín del alma mía, hazte a la idea de que lo que yo diga de tu adiós, me costará tanto esfuerzo como imposible será que lo plasme acorde con tus merecimientos en esta vida que has dejado. Que fueron tantos como tanta voluntad tuviste que derrochar para aprender a pasos agigantados de qué manera tenías que ponerte de parte de los más necesitados.

Sí, Serafín Becerra, supiste muy pronto que habías nacido en una España en la cual tu forma de ser no comulgaba con el régimen establecido. Y no te cupo la menor duda de que estabas obligado a echar mano del posibilismo. Que era la tendencia adecuada a fin de aprovecharte de las posibilidades existentes para ver si te era posible realizar tu fin político.

Lo del posibilismo, Serafín, a lo mejor te sonaba a chino cuando navegabas por los mares del mundo ganándote la vida. Marino de guantes de hierro, dispuestos siempre a cubrir unas manos de gigante, te imagino leyendo en la proa de un mercante surcando las aguas bravas que fueron agrietando tus mejillas bondadosas.

Lecturas las tuyas, Serafín, que fueron formándote como autodidacto. Y bien que entendías, como inteligente que eras, que no convenía jactarse de haber aprendido sin maestros, pero que también debías estar presto a defender lo que sabías con uñas y dientes. Con esa forma de ser que tienen quienes han aprendido por sí mismos.

Ay, Serafín del alma mía, ahora mismo te recuerdo, cuando siendo el político más veterano de esta ciudad y el que más veces salía en los papeles, puesto que eras aceptado y conocido por muchísima gente, caminando hacia mí para que nos presentara Germán Borrachero. Ya que ambos habíamos cundido entre nuestros conocidos que deseábamos conocernos.

Lo que no me dijo Germán, y no se lo perdoné nunca, es que había que andarse con cuidado al estrechar tu mano. Así que no tomé las precauciones debidas y dejaste la mía convertida en una oblea. Eso, Serafín, lo de la mano, sucedió un jueves de 1982, cuando septiembre era recién nacido y tú estabas ya pensando en las elecciones que se avecinaban.

Por cierto, Serafín, metido en campaña electoral había que cuidarse de ti. Te transformabas. Y tu verbo irrumpía con una fuerza inusitada. Tus desencuentros con Paco Olivencia eran archiconocidos. Aunque pronto me percaté de que a la par que te desgañitaba en el tabladillo mitinero transmitiendo tus mensajes tendías la mano de la concordia.

Esa mano, ay, Serafín, y perdona la insistencia, que tenía más peligro estrecharla que meter los dedos entre los barrotes de una jaula de tigres en régimen de adelgazamiento. Con tu adiós, amigo del alma mía, te has despedido dejando aureola de persona de bien y de hombre hecho a sí mismo.

Fuerza de una naturaleza curtida en los mares. En los que, surcándolos, fuiste marino sentado en una proa de mercante, en tus ratos libres, adquiriendo conocimientos con tus lecturas, mientras los aires salitrosos te curtían de bondad y hombría de bien.
 

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