Ante las turbulentas condiciones
políticas y económicas de la Europa actual, sólo cabe el
compromiso de una cooperación verdaderamente directa entre
todos los países miembros. Estoy profundamente convencido de
que, solamente unidos, podemos encontrar soluciones a los
muchos problemas que nos acorralan. Para empezar, hemos de
cambiar de mentalidad y pasar de una atmosfera de
desesperación a un clima de esperanza. El futuro es algo que
nos pertenece a todos y todos debemos tener oportunidad de
avanzar. Sin duda, a mi manera de ver, el papel de la
sociedad civil es fundamental para los procesos de
transparencia y democratización, para el lanzamiento de un
nuevo enfoque europeísta, más democrático y más social. Si
en verdad queremos más Europa, o sea más estabilidad y
prosperidad para todos, tenemos que caminar oyéndonos, desde
el más estricto respeto a los derechos humanos.
Precisamente, la Unión Europea, tiene su fundamento en el
Estado de Derecho. Esto significa que los acuerdos firmados
a través de tratados acordados voluntaria y democráticamente
están ahí, sobre todo para ser cumplidos. Y, por
consiguiente, todos los países, sin distinción alguna, deben
esforzarse por llevar a cabo las reformas económicas
precisas para estimular el crecimiento, la competitividad y
la creación de empleo. El proyecto europeísta no puede
resquebrajarse, es algo más que un sueño, es una idea que
debe seguir viva. Tampoco nos lo perdonarían las
generaciones venideras. Acrecentar la solidaridad entre los
pueblos es el mejor referente de progreso, sin obviar
nuestras raíces, la herencia cultural, religiosa y humanista
de Europa. Por desgracia, aún tenemos muchas personas que
sufren discriminación y humillación, pero hemos puesto las
bases, no para retroceder, sino para avanzar.
Ciertamente, el proyecto europeísta no puede venirse abajo
por la mezquindad de algunos. Esta Europa del entusiasmo,
que pusieron en pie nuestros antepasados, es una realidad
que no se puede truncar. Sus primeros pasos no fueron
vacilantes, con tesón y fuerza impulsaron la cooperación
económica, hasta conseguir una interdependencia, que a todos
nos interesa. Y, lo que comenzó como una unión puramente
económica, también fue progresando hasta llegar a ser una
organización activa en todos los campos, desde la ayuda al
desarrollo hasta el medio ambiente. La Unión Europea ha
hecho posible cuestiones tan vitales, o si quieren tan
humanas, como poner orden y generar concordia. Estamos,
pues, obligados a salvar esta nueva etapa, fortaleciendo el
funcionamiento democrático y eficaz de las instituciones,
defendiendo a los más vulnerables, y haciendo que las
decisiones se tomen de la forma más próxima posible a los
ciudadanos. El corazón de la ciudadanía es un corazón que
entiende y comprende, y por mucho que se le calle, hasta con
la muerte nos seguirá hablando.
Desde luego, la vía de la integración europea es una
necesidad. Europa no puede deshacerse en desigualdades. La
desigualdad es fruto de la injusticia. El declive del
crecimiento económico y, sobre todo, la pérdida de confianza
de nuestros ciudadanos en la capacidad de Europa tiene que
cambiarse. Nos tiene que nacer el coraje. Tenemos que poner
en valor nuestra cultura europeísta. Europa tiene que ser un
referente en el mundo, no por su desempleo, o por la miseria
de sus ciudadanos, sino por su lucha para combatir el
impacto social de una crisis que a muchos ciudadanos les ha
dejado sin aliento. Es verdad que tenemos que reforzar
Europa, construir una Unión más fuerte, humana y solidaria,
basada sobre todo en un crecimiento sostenible e integrador.
Fuera exclusiones. Estamos en el momento de la reflexión, de
iniciar un nuevo empuje, de evolucionar, tanto en el ámbito
económico como en el humano, de establecer el respeto como
norma de diálogo. Europa tiene un destino común y nadie
puede cortar ese camino. Al fin y al cabo, tendremos el
destino que entre todos nos tracemos. Que no sea el caos,
por favor.
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