Quienes me tratan a menudo saben
el cariño que les profeso a todas las ciudades en las que
estuve ligado a su equipo de fútbol. Porque nunca me he
cansado de propalarlo. No en vano, debido a mi forma de ser,
las disfruté de lo lindo. Recorrí sus calles, conocí sus
costumbres, frecuenté sus lugares de ocio y viví entre sus
habitantes como uno más.
Cierto es que en todos los sitios estuve dos o tres
temporadas. Con lo cual me dio tiempo a tener amigos e
incluso a seleccionarlos. Y, desde luego, me permitió
conocer a sus gentes y aprender de éstas mucho más de lo que
podía imaginarme.
Vivir así, es decir, callejeando y relacionándome con tirios
y troyanos en los más diversos establecimientos públicos,
además de costarme dinero era comprometedor. Sobre todo
cuando las derrotas cambiaban la faz de quienes en los días
victoriosos parecían haberme jurado afecto y respeto
eternos. Nada anormal en un mundo tan complejo como el
deporte rey.
Hecho el introito, y tras pedir perdón por su extensión y
por hablar de mí, les diré que quienes conversan conmigo,
cada dos por tres, saben también que yo no tengo más equipo
que el Madrid. Club con el cual me identifiqué cuando era
muy niño y he llegado a septuagenario sin perder un ápice de
la pasión que despertó en mí.
Dicho ello, mentiría si dijera que a mí me agrada
sobremanera que ganen los equipos en los que yo presté mis
servicios. Sus derrotas o sus victorias me son indiferentes.
No obstante, sigo apreciando a casi todos los futbolistas
que me ayudaron en su día a realizar mi trabajo lo mejor
posible.
No obstante, esta temporada vengo siendo muy del Ceuta. A
pesar de que no se me ha ocurrido poner los pies en el
Martínez Pirri ni en el Murube. Que todo hay que decirlo.
Tan del Ceuta soy que espero con impaciencia conocer sus
resultados. Que me encomiendo a mis santos preferidos para
que el equipo consiga clasificarse entre los cuatro
primeros.
Y, más aún, tentado estuve de convertirme en espectador del
partido frente al Algeciras. Pero, dado que el equipo lo
venía ganando todo en casa, en su vuelta al Murube, temí una
derrota y vivir convencido de que mi presencia había gafado
al primer conjunto de la ciudad.
La derrota del Ceuta frente al Algeciras, partido clave en
muchos aspectos, me sentó como un tiro. Me amargó las
últimas horas del domingo. Porque era consciente de que sus
directivos merecían la alegría del triunfo. Máxime ante una
afición que había respondido a la llamada de unos dirigentes
dignos de que se les reconozca la labor que vienen
desarrollando. Enorme en todos los sentidos.
Como también me consta, y no crean que sea una exageración,
que hubo individuos invocando a todos los santos habidos y
por haber para que los algecireños salieran triunfantes.
Individuos que no pueden ver al primer equipo de la ciudad
ni en pintura. Enemigos acérrimos de los directivos del
Ceuta y que no dudarían en hacer lo imposible para que los
entrenados por Álvaro Pérez se quedaran fuera de esa
fase de ascenso que sería la consecución de un logro
histórico.
Sí; histórico: porque el Ceuta se mantiene gracias al
sacrificio de quienes sienten los colores del primer equipo
de su tierra. Y no entiendo cómo es posible que haya
autoridades locales y federativas que festejen las derrotas
del primer equipo. Con su pan se lo coman. Eso sí, la
afición respondió como nunca. Albricias.
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