MI amistad con Gustavo Biona
comenzó cuando ambos nos conocimos trabajando en la Base
Naval de Rota. Corría el primer año de la década de los
setenta. Precisamente, cuando yo había decidido abandonar
ese empleo para dedicarme a otra actividad.
Aunque debo decir que un año da para mucho. Tanto como para
que nuestra amistad haya prevalecido hasta ahora. Es cierto
que no la vigorizamos como deberíamos. Por motivos claros:
él vive en su mundo; pescando, leyendo y haciendo
senderismo. El mío transcurre por otros derroteros. Y a los
dos nos fallan las pocas ganas que tenemos de movernos de
nuestros lugares de residencia y del ambiente que nos rodea.
Así que sólo nos queda el socorrido teléfono.
Gustavo Biona es argentino. Culto, afable y gran
conversador. A muchos compañeros de la base les parecía un
tipo pedante. Y a mí me tocaba defenderlo de unas críticas
que consideraba injustas. A veces solíamos comer en el Bar
Correo (Rota). Y él me hablaba de cómo son los argentinos en
su ambiente; es decir, en Buenos Aires. Ya que es porteño.
Los argentinos, Manolo, somos generosos y
hospitalarios con quienes llegan a Argentina. Acogemos a
todos los recién llegados de modo y manera que no se sientan
extraños. En cambio, cualquier argentino se siente a la
intemperie en el exterior. Y deseamos volver, cuanto antes,
para no tener más penas ni olvidos.
Un día, le dije, entre bromas y veras, que los argentinos
habían ganado fama de estar siempre a la defensiva. Así que
Ortega y Gasset los había tachado de histriónicos y
con más fachada que conocimientos. GB saltó como un resorte
y le faltó nada y menos para atacarme. De haberlo hecho, me
habría caído encima una mole: un elefante. Ya que pesaba,
entonces, todos los kilos del mundo, convertidos en masa
muscular.
Tras los primeros minutos de ofuscación, recobró la calma y
pasó a decirme que la pedantería de los argentinos, cuando
están lejos de su tierra, no dejaba de ser una coartada para
encubrir la timidez que les causaba hablar en público. Y la
erudición servía de máscara para tapar la vergüenza de
expresarse.
Con el paso del tiempo, y tras haber tenido la oportunidad
de tratar con otros argentinos, comprendí en cierto modo las
razones que un día me dio Gustavo Biona. Sobre todo, cuando
me tocó entender los comportamientos de algunos futbolistas
entrenados por mí.
El miércoles por la noche, recién terminado el apasionante
Málaga-Oporto, sonó el teléfono y me llegó la voz de GB a
través del aparato. Y lo hizo para celebrarme que el Papa
fuera argentino. Y además hincha de San Lorenzo de Almagro,
como él. Su alegría era indescriptible.
Cuando le dije que percibía su enorme satisfacción, su gran
contento, me respondió que Jorge María Bergoglio, ya
Papa Francisco, es un ejemplo de la timidez argentina.
Aunque bien encauzada por parte de alguien repleto de
conocimientos y saberes. Y además jesuita… Que no es moco de
pavo.
Oyendo a Gustavo Biona, querido amigo, me acordé
inmediatamente del padre Manuel Bermudo de la Rosa.
Quien ya debería estar beatificado. Por su protección a los
pobres durante los años del miedo. Y, cómo no, por su obra:
Las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia. Ojalá que,
con el Papa Francisco, se agilicen los nueves pasos del
proceso de beatificación de un jesuita que luchó por elevar
la cultura del pueblo andaluz.
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