El viernes estuve charlando con
alguien a quien aprecio de veras. Y de quien debo decir que
jamás me ha dado el menor motivo para desconfiar de él. Un
tipo que se hace respetar y al que tenerle ley es tan fácil
como cierto es que no admite que lo tomen por tonto. Pues no
en balde es intuitivo por inteligente y por pensar bien sabe
que no es conveniente fiarlo todo a la intuición. Por ser
ésta falible.
A mi amigo, al margen de su carrera universitaria, han sido
sus numerosas lecturas las que le han dado un importante
bagaje cultural. De talante pacífico, lo que más le saca de
quicio es el tonto por sistema. Sobre todo el tonto con
poder de decisión. Lo cual no deja de ser más peligroso que
una bomba de relojería.
Mi amigo, cuando saco a relucir el momento que estamos
viviendo, me responde con ese realismo que le ha
caracterizado siempre. Reconoce que pobres de las personas
que se amilanen ante la desgraciada situación que nos está
tocando padecer. Que no queda más remedio que afrontar los
hechos o quedarse a mitad de camino.
A mí me da por hablarle del pánico de un parado. El
desasosiego psicológico del desempleado. Y le digo que, más
allá de la inquietud material, el hombre privado de trabajo
experimenta una angustia que le conduce a culpar a la
sociedad de su desgracia y también a dudar de sí mismo: de
su capacidad.
Mi amigo, con esa cachaza que le caracteriza, sacó a relucir
un pasaje de mi vida que él se sabe al dedillo. Y sentenció:
a ti, Manolo, te gusta la vida. Y te ha importado
siempre un bledo sufrir el castigo de Sísifo. Te has venido
siempre arriba en los momentos malos. Porque eres de los
convencidos de que ello invita a superar los obstáculos. Es
una competición en la que hay que participar diariamente.
Desde que uno se echa abajo de la cama. Además, y como te he
leído en ocasiones, hay que evitar que nadie sea capaz de
amargarnos el día. Que es así como desean vernos nuestros
enemigos.
Saco a colación el tema de los suicidios: ya que el martes
hubo uno en Ceuta. Que se ha sumado a esa lista maldita que
no deja de crecer. Pero mi amigo, con buen criterio, rechaza
referirse a ello. Y razón tiene para adoptar esa postura.
Así que cambio de conversación. Y le digo que le voy a
contar una anécdota ocurrida en nuestra posguerra, así por
encima y que viene en ‘Los Años del Miedo’: magnífico libro
de Juan Eslava. La mujer de un preso, en la cárcel de
Baeza, acude a visitarlo por el día de su santo. Le lleva un
hatillo de ropa limpia y una fiambrera con una tortilla.
“¿De qué es la tortilla, mujer?”, pregunta. “De cardillos,
muy rica”. “¡Coño, la yerba para las vacas!”, protesta el
penado. “A ver, Jacinto, se excusa ella, lo que gana tu hijo
no da para más alegrías, y eso que el pobre se desloma
trabajando”. “Pues la mujer de mi compadre, Braulio,
le trae chorizos y filetes de carne empanada”. Suspira la
mujer armándose de paciencia. “¡No me tires de la lengua, no
me tires de la lengua…!”, advierte. Y el preso insiste. Y la
mujer se desata: “¡Sí, pero al Braulio le llegan los cuernos
al techo!”. La brutal revelación del origen de los manjares
que degusta su compadre deja a Jacinto anonadado. Después de
un silencio meditativo, baja la voz al nivel de un susurro,
que nadie los oiga, para decirle a su santa: “Casilda,
mujer, ¿y qué ventajas tengo yo con ser mocho?”.
Mi amigo me contestó con celeridad: “He ahí un hombre
dispuesto a sobrevivir. Otros, en cambio, los que toman las
dificultades siempre por lo trágico, terminan siendo
víctimas de su enfermedad.
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