Que la Justicia, tanto a nivel orgánico como funcional,
precise de una reforma en profundidad es algo que nadie
discute y es por ello que desde el Ministerio del ramo se
haya abordado ya el tema, no sólo con el anteproyecto de
reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial sino, más
recientemente, con la promulgación de la tan cuestionada ley
10/2012, de Tasas Judiciales, a la que seguirá la de la
Justicia Gratuita.
Es un hecho incuestionable que la Administración de Justicia
no puede funcionar con efectividad y agilidad si el montante
de asuntos que acceden a ella alcanza el número de más de
nueve millones al año y solo se cuenta con una plantilla
judicial de poco más de cinco mil jueces y magistrados. Se
impone, por tanto, ampliar esa plantilla.
Si, por otra parte, la gestión de los medios personales y
materiales se halla, absurdamente, repartida en tres ámbitos
competenciales, distintos e independientes entre si, como
son el Consejo General del Poder Judicial, el Ministerio de
Justicia y las Comunidades Autónomas con competencia
transferida en materia de Justicia, el caos se revela
inevitable y el desconcierto y la desconfianza que ello
suscita en la ciudadanía surge como efecto natural de una
deplorable administración de un servicio público tan
esencial para la sociedad y que corresponde prestar a un
poder del Estado.
Como simple apunte de la descoordinación que se advierte en
la gestión de la Administración de Justicia baste decir que
existen en el ámbito de las Comunidades Autónomas con
competencia en la materia hasta nueve sistemas informáticos
diferentes con sus correspondientes aplicaciones, hallándose
establecido un test de compatibilidad gracias al proyecto
del Ministerio, lo que pone de relieve un total descontrol
en la llevanza de un servicio público de la importancia del
de referencia y la consiguiente producción de efectos tan
lamentables como es el que a un delincuente se le pueda
poner en libertad por no tener conocimiento el órgano
judicial que la decreta que se halla reclamado por otro de
distinta ubicación territorial.
Naturalmente todo esto no es sino la consecuencia de aquella
original teoría de nuestro Tribunal Constitucional
–sentencias 56/1990 y 62/1990– que, para eludir el principio
de unidad nacional del Poder Judicial, vino a establecer lo
que se conoce como “la Administración de la Administración
de Justicia”. Así nos fue y así nos va.
Urge, por tanto, una reforma de la Administración de
Justicia española que profundice en la actual
desorganización existente y que se oriente a una unificación
y coordinación de las tareas de gestión y dirección en el
seno de la misma, a fin de lograr una eficacia y agilidad
que, al día de hoy, no se ha conseguido alcanzar. Pese a las
críticas que ha recibido por parte del estamento judicial,
sin embargo, no parece desacertada la eliminación, hasta
donde sea posible, de los jueces sustitutos y magistrados
suplentes, pues no hay que olvidar que el Poder Judicial,
pese a su carácter político, en el más puro y genuino
sentido de esta expresión, ha venido configurándose siempre
y así lo concibe la legislación actual como un poder
profesionalizado y tecnificado que forma lo que se conoce
como Carrera Judicial. Desde esta perspectiva, el
establecimiento de un criterio de profesionalización para
cubrir las vacantes temporales de los órganos judiciales a
través de comisiones de servicio, con o sin relevación de
funciones, de adscripción en calidad de jueces de apoyo de
los que figuran como de adscripción territorial, de los que
se hallan en expectativa de destino y de los jueces en
prácticas, además de la utilización de la prórroga de
jurisdicción, se revelan instrumentos de cobertura
provisional de plazas que, debidamente planificados por los
distintos órganos de gobierno del Poder Judicial bajo la
supervisión última de su Consejo General, pueden producir
óptimos resultados, siempre y cuando no quede descuidada la
tarea profesional propia del juez o magistrado que ha de
llevar a cabo la sustitución de referencia y, al propio
tiempo, se remunere de forma adecuada y suficiente esa labor
de sustitución.
Obviamente, todo ello no debe postergar la adecuación de la
planta judicial a las necesidades impuestas por el grado de
litigiosidad existente en España, a fin de situarla en los
niveles de los países de nuestro entorno europeo. Tampoco ha
de dejarse de impulsar la utilización de otros medios
sustitutivos del proceso judicial como son la Mediación y el
Arbitraje, recientemente regulada la primera de ellas.
No puede omitirse una breve y escueta referencia al Consejo
General del Poder Judicial. Su composición tiene que excluir
todo signo de politización, lo que, hasta el momento
presente, no se ha logrado. En otro aspecto, debiera ser el
órgano central sobre el que girase el funcionamiento de la
Administración de Justicia, sin perjuicio de las
competencias asignables al Ministerio correspondiente y con
exclusión total, eso si, de las Comunidades Autónomas en la
gestión de dicha administración.
* Benigno Varela Autrán es jurista. Exmagistrado del
Tribunal Supremo
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