Una ocasión más, y no será la
última, dedicaré mi columna de hoy a reflexionar en relación
a la proliferación de ataques perfectamente organizados
contra los profesionales del servicio de extinción de
incendios. Ataques brutales protagonizados presuntamente por
menores cada vez más jóvenes, aunque no por ello menos
violentos, que atentan contra la integridad física de
quienes atienden diligentemente nuestras llamadas de
auxilio. No quisiera recordar en estos momentos la fábula de
Essopo “El pastor mentiroso” y su célebre frase “¡que viene
el lobo!”
Al margen de otras cuestiones, no me equivocaría si afirmara
que la educación de estos menores corresponde, en primer
lugar, a los progenitores, y en segundo lugar, a quienes se
dedican a la docencia en todos los ámbitos. Aunque en esta
ocasión, y por producirse los hechos mencionados cuando
estos jóvenes se encuentran bajo la tutela de sus
progenitores, debo centrar mi reflexión en la disciplina que
deberían recibir desde su nacimiento hasta su incorporación
plena en la sociedad, un periodo de menor o mayor duración
responsabilidad exclusiva de quienes ostentan su tutela
efectiva.
Debemos ser plenamente conscientes que para educar
eficazmente debemos marcar en primer lugar unas reglas
claras en casa con el objetivo concreto de cumplirlas. El
secreto es hacerlo de manera coherente y siempre con
firmeza, administrando castigos correctores en consonancia
con la desobediencia. Los padres son los principales
responsables de unos actos delictivos que podrían terminar
con graves consecuencias tanto para estos jóvenes
delincuentes, tutores legales así como, para quienes sufren
unos ataques brutales perfectamente organizados. En
definitiva, la responsabilidad no solo debe recaer sobre las
autoridades competentes en materia de seguridad, sino
también sobre los tutores legales de estos jóvenes
delincuentes. Exijamos responsabilidades a quienes
corresponda para no tener que lamentarnos más tarde.
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