Tas el resultado del proceso en el que dos ciudadanos se han
visto inmersos a causa de las declaraciones de uno de ellos
acerca del otro, y después de ver la penosa salida, mediante
la claudicación sin condiciones ante la imposibilidad de
sostener lo proclamado a los cuatro vientos, quedaría, en
buena lid, saber que consecuencias tiene para los
implicados. La respuesta es sumaria, ninguna, no hay ninguna
asunción de responsabilidades, no hay ningún acto de
contrición, no hay ni una pizca de vergüenza por parte del
acusado tras reconocer la falacia. ¿Cómo se le llama a esto?
Impudicia, desvergüenza, incapacidad para asumir los propios
errores pese a estar de continuo enjuiciando a los demás.
¿Qué hay que hacer para que estas cosas no ocurran? Castigar
con la indiferencia, con la constatación de una manifiesta
falta de credibilidad en cualquier ámbito ya sea social,
político, laboral, da igual.
Lo más importante, lo que más deben cuidar los que se
dedican a lo público, es la credibilidad, la seriedad en los
planteamientos, en las convicciones y sobre todo en las
declaraciones públicas, de lo contrario todo su capital
político se pierde en el laberinto de las incongruencias.
Y puestos a ser congruentes, lo más honesto hubiera sido
salir en los mismos medios, ante la misma audiencia y
reconocer que no somos perfectos, que a veces nos
equivocamos, que pedimos disculpas, que seremos más
cuidadosos con lo que sale por nuestra boca, lo hemos visto
hacer hace unos días a un diputado de Rosa Díaz, no es tan
difícil.
Pero para eso hay que ser más humilde y me temo que esa
condición es incompatible con el que nos ocupa. Sin embargo
la otra parte ha mostrado toda esa humildad que a la otra le
falta, podía haber seguido, haber reclamado todo aquello que
por derecho propio le pertenece, sin embargo ante la
retractación ha preferido seguir adelante, olvidar y no
mirar atrás. Lo que a uno lo dignifica a otro lo hace más
ruin si cabe.
¿Y los medios de comunicación? Apenas ha tenido repercusión
mediática, solo este medio ha reflejado la noticia con
cierto despliegue, los demás han pasado de largo. ¿Y los
medios políticos? Ni una palabra, ni los propios ni los
ajenos. Corramos un tupido velo, hagamos de tripas corazón,
cerremos puertas y ventanas. Ese es el mensaje que se lanza
desde todas las trincheras, no vaya a ser que despertemos
algún monstruo y nos zurre la badana. Todo muy bonito, muy
tierno, muy triste.
Algo tan terrible como la impunidad de aquellos que,
mediáticamente, pueden hacernos daño sin más consecuencias
que las que provienen del susurro, como en las más añejas
dictaduras.
No se puede cuestionar al líder, aunque se equivoque, sobre
todo si se equivoca, puesto que su ira haría sacudir los
cimientos del miedo.
Abrazafarolas, eso es lo que nos encontramos a diario,
personajillos que pretenden hacernos creer que tienen la
capacidad para cambiar las cosas, cuando en realidad vemos
que ni siquiera son capaces de asumir sus propias
responsabilidades, y que tienen la desvergüenza de pretender
asumir las nuestras.
Conclusiones que se pueden extraer de todo el asunto son
aquellas que nos conducen directamente al caudillismo, no
podemos levantar la voz, no podemos pedir la dimisión, no
podemos evitar hacernos cada vez más pequeños, más
insignificantes, mezclarnos con la multitud, pasar
desapercibidos.
De lo contrario sabemos que podemos ser expoliados
moralmente de forma impune, podemos pasar por el infierno
sin más pecado que ser objeto de atención del personaje que
todos, con nuestras diarias claudicaciones, hemos ayudado a
crear, alimentando con asiduidad su ego, aceptando sus
estridencias y contradicciones con una naturalidad fingida,
forzada, en tanto que sus ataques no se dirijan a mi, estoy
a salvo, seguiré de perfil, pero cuando te toca es demasiado
tarde.
Ya va siendo hora de que todos contribuyamos a eliminar a
estos enviados divinos de poca monta, de que nos alienemos
claramente frente a todo aquello que contribuya a dar más
pábulo a quien no lo merece, a quien en lugar de construir,
día a día ayuda a destruir, porque es en el caos donde mejor
se instalan, donde sale lo peor de ellos mismos. En fin a
que seguir, si solo estoy clamando en el desierto.
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