Benedicto XVI sigue con nosotros,
lo hace tras las huellas de Cristo, con la firme convicción
de que ha de brotar un renovado proceder en la vida de la
Iglesia. Dice que estará oculto, pero sin abandonar la cruz.
Desde luego, esta intimidad con la cruz, sólo se acrecienta
con una vida de meditación. O sea, que estará en el mundo,
pero despojado de mundo. A mi manera de ver, partiendo de la
necesidad de este encuentro interior, seguro que motivado
por el fermento evangélico, se encamina a una renovada
misión. A veces, pienso que tenemos que caminar más allá de
los rituales físicos visibles. No basta la observancia
ritual, sino que se requiere de una implicación en la vida,
más amorosa y más auténtica. Que es lo que la cruz transmite
y expresa, todos estos significados, y en última instancia,
el triunfo definitivo del amor de Dios sobre todos los males
del mundo.
Nos hemos dejado llevar por tantas fuerzas materiales, que
hay una fuerza espiritual, a la que a veces no le prestamos
atención, y que merece escucharse. Cada uno consigo mismo.
Hoy más que nunca el mundo precisa de la cruz, no como un
símbolo de devoción sin más, sino como significado más
profundo. Habla de amor, de auxilio, de no violencia, habla
de Dios que ensalza a los humildes, da fuerza a los débiles
e impregna de esperanza a los cautivos. Esta es la cruz que
Benedicto XVI ofrece a nuestro mundo desesperado, hambriento
de un itinerario espiritual. En ocasiones, andamos demasiado
encerrados en nosotros mismos, sin otros deseos que llegar a
la cúspide del poder terrenal, sin importarnos construir un
mundo más justo y más fraterno. He aquí un testimonio más
para seguirle en ese “no abandono a la cruz”. Necesitamos
regresar, con nuestros ojos del alma, al creador; mostrar un
mensaje viviente que ejemplarice nuestras acciones; dar luz
a tanta oscuridad sembrada.
En este sentido, la contribución de Benedicto XVI, hombre de
pensamiento y paz, ha sido fundamental en los últimos
tiempos para ese mundo, en el que ahora quiere esconderse.
Sin duda, uno de los que mejor lo han retratado en esta
apuesta por la armonía, ha sido el Presidente de Israel,
Shimon Peres, que dijo de él, que “tiene la sinceridad del
verdadero creyente, la sabiduría de quien comprende los
cambios de la historia y la conciencia de que, a pesar de
las diferencias, no debemos convertirnos en extraños o
enemigos”. Ciertamente, no se puede decir más con tan pocas
palabras. Seremos muchos, también los ajenos a la Iglesia,
los que le recordaremos con admiración y aprecio por todo lo
que ha hecho, en bien de la humanidad y de cada uno de
nosotros. Su liderazgo intelectual ser verá con una claridad
cada vez mayor según pase el tiempo.
No tengo ninguna duda que Benedicto XVI va a seguir
hablándonos, a través de sus diálogos, en las noches de
soledad con el creador. El mundo no lo olvidará, pero él
tampoco olvidará al mundo, desde su aislamiento, originado
por una creciente fuerza de esperanza. Tiene deseos de orar
y esos deseos nos unen. El mundo moderno olvida esa
espiritualidad, ese encuentro con los demás en nosotros, y
nosotros en los demás, ese purificarse de una sociedad cada
día más cruel e inhumana. No debemos buscar la venganza. La
enseñanza de la cruz es de una fortaleza espiritual que todo
lo perdona, porque todo lo ama desinteresadamente. Ahí queda
la invitación a vivir el año de la fe, proclamado
precisamente en el cincuentenario de la apertura del
Vaticano II, como ocasión para que el Concilio se realice y
la Iglesia se renueve realmente. Todo evoluciona para bien o
para mal. Por eso, la Cátedra Romana de Pedro debe abrirse a
ese amor irrepetible que vierte el misterio de la cruz. Con
esto nos basta, no hay mejor inspiración, ni guía.
|