La licitación del contrato del
alumbrado público parece una caja de sorpresas por las
variantes que adopta, según transcurre el tiempo. En un
principio, se pretendía adjudicar para diez años y por 1,7
millones de euros, incluyendo costes de mantenimiento,
reposición y consumo; ahora se reduce a un año y con una
cuantía de 500.000 euros, aunque separando costes. Entre una
y otra alternativa, unas conductas chapuceras de apertura de
plicas con suspensión de un procedimiento administrativo de
república bananera y todo bajo sospecha con críticas de los
grupos de la oposición que acusaron de oscurantismo al
Gobierno de la Ciudad por su proceder o, más bien, por su
mal proceder.
En esta situación de controversias, cambios de criterio, y
procedimientos administrativos de dudosa legalidad, lo
cierto es que esta adjudicación viene viciada desde sus
orígenes. No ya por el discurrir de los acontecimientos
(cambios de criterio y una empresa que lleva más de un año
“caducada”, tras vencerle el contrato y ser prorrogado),
sino por la trayectoria tan tortuosa como sospechosa de unos
trámites que son un verdadero jeglorifico, por no
considerarlos un desatino político. El discurrir de los
acontecimientos con sus variantes y suspensiones
incorporadas, mas parecía el juego de un acertijo para
determinar qué final se produciría, que un trámite
administrativo serio, riguroso, fiable y, desde luego, que
no despertara recelos.
Estos comportamientos, aparte de resultar poco serios y nada
rigurosos, son absolutamente patéticos. Lamentable. Peor,
imposible.
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