Durante mis muchos años como
entrenador de fútbol, y perdonen que hable de mí, tuve la
oportunidad de tratar, amén de los jugadores, a bastantes
personas de toda clase y condición. De entre ellas, me cabe
destacar a los directivos encargados de hacer de delegados,
con quienes estreché, debido a los viajes y vivencias de
banquillo, más lazos de amistad. Que en algunos casos, los
menos, acabaron en desencuentros.
Nunca he olvidado mis relaciones con un delegado, que
cojeaba del pie izquierdo, es decir, que era renco de ese
lado, y que se había labrado fama de humildad a raudales. De
modo y manera que, antes de presentarnos, hube de escuchar
atentamente, por boca del presidente del club, que Juan
Alvarado era modesto, sencillo, manso… En suma: un
bendito de Dios en toda la extensión de la palabra.
El día en el cual nos conocimos, una mañana de primavera
balear, Juanito, hipocorístico por el cual lo nominaban
todos a pesar de que la alarma sexagenaria ya le había
sonado, no dudó en desgastarse en obsequiosidades y palabras
lindas y promisorias, con una sonrisa ladeada y humilde de
hermano refitolero.
Había en el decir de Juanito y en sus ademanes tanta
afectación y falta de naturalidad, que muy pronto me percaté
de que estaba ante un tipo taimado, disimulado, ladino. Con
tanto dominio escénico de la falsa humildad, que hizo
posible que mis recursos defensivos comenzaran a bullir en
mi interior cual aviso de emergencia.
No sé si Juan Alvarado, “Juanito”, que era tan listo como
hipócrita, se dio cuenta de que su forma de actuar, preñada
de simulaciones, sólo al alcance de sepulcros blanqueados,
habían logrado en mí el efecto contrario al buscado por él;
insisto, no lo sé… Pero lo que sí sé es que cuando quiso
perpetrar su traición, a mí me cogió preparado.
Tuvimos, Juanito y yo, un careo con el presidente del club,
al cual yo entrenaba en los años setenta. Debido a que, en
nada y menos, nuestras relaciones estuvieron rotas. Ni
siquiera las ensaimadas mallorquinas con las que me
obsequiaba, que tan ricas estaban, torcieron mi voluntad:
así que propuse prescindir de él. Y argumenté mi propuesta
de esta guisa: los falsos humildes me causan trastornos
varios. Y la forma de proceder de éstos influye
negativamente en mi organismo.
El presidente del club, que era de todo menos tonto, me
quitó de en medio a aquel sujeto, renco de la pierna
izquierda, y refitolero vocacional, con lo cual trataba de
encubrir una soberbia desmedida y tentaciones cainita. JA
era, además, rencoroso. Vamos, que tenía tripas por
estrenar.
Después de aquel contratiempo, del cual está a punto de
cumplirse cuarenta años, debo decir que he tenido que lidiar
con sujetos del mismo corte que Juan Alvarado; individuos
capaces de buscarte una ruina y encima se arrogan la
facultad de asistir a tu drama como acudían las plañideras a
los velatorios.
Semejante experiencia, tan del vivir diario y en tantos
sitios, me ha permitido no fiarme lo más mínimo de los tipos
que suelen destacar por no tener una mala palabra, ni una
buena acción. Son los falsos humildes. Los sepulcros
blanqueados.
Frente a quienes hay que estar siempre en guardia. Por lo
que pueda ocurrir. Es lo que suelo decirles a las personas a
las que aprecio. Otra cosa es que me crean a tiempo de no
tener que lamentarse.
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