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OPINIÓN - SÁBADO, 23 DE FEBRERO DE 2013

 

OPINIÓN / EL OASIS

Falsos humildes
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Durante mis muchos años como entrenador de fútbol, y perdonen que hable de mí, tuve la oportunidad de tratar, amén de los jugadores, a bastantes personas de toda clase y condición. De entre ellas, me cabe destacar a los directivos encargados de hacer de delegados, con quienes estreché, debido a los viajes y vivencias de banquillo, más lazos de amistad. Que en algunos casos, los menos, acabaron en desencuentros.

Nunca he olvidado mis relaciones con un delegado, que cojeaba del pie izquierdo, es decir, que era renco de ese lado, y que se había labrado fama de humildad a raudales. De modo y manera que, antes de presentarnos, hube de escuchar atentamente, por boca del presidente del club, que Juan Alvarado era modesto, sencillo, manso… En suma: un bendito de Dios en toda la extensión de la palabra.

El día en el cual nos conocimos, una mañana de primavera balear, Juanito, hipocorístico por el cual lo nominaban todos a pesar de que la alarma sexagenaria ya le había sonado, no dudó en desgastarse en obsequiosidades y palabras lindas y promisorias, con una sonrisa ladeada y humilde de hermano refitolero.

Había en el decir de Juanito y en sus ademanes tanta afectación y falta de naturalidad, que muy pronto me percaté de que estaba ante un tipo taimado, disimulado, ladino. Con tanto dominio escénico de la falsa humildad, que hizo posible que mis recursos defensivos comenzaran a bullir en mi interior cual aviso de emergencia.

No sé si Juan Alvarado, “Juanito”, que era tan listo como hipócrita, se dio cuenta de que su forma de actuar, preñada de simulaciones, sólo al alcance de sepulcros blanqueados, habían logrado en mí el efecto contrario al buscado por él; insisto, no lo sé… Pero lo que sí sé es que cuando quiso perpetrar su traición, a mí me cogió preparado.

Tuvimos, Juanito y yo, un careo con el presidente del club, al cual yo entrenaba en los años setenta. Debido a que, en nada y menos, nuestras relaciones estuvieron rotas. Ni siquiera las ensaimadas mallorquinas con las que me obsequiaba, que tan ricas estaban, torcieron mi voluntad: así que propuse prescindir de él. Y argumenté mi propuesta de esta guisa: los falsos humildes me causan trastornos varios. Y la forma de proceder de éstos influye negativamente en mi organismo.

El presidente del club, que era de todo menos tonto, me quitó de en medio a aquel sujeto, renco de la pierna izquierda, y refitolero vocacional, con lo cual trataba de encubrir una soberbia desmedida y tentaciones cainita. JA era, además, rencoroso. Vamos, que tenía tripas por estrenar.

Después de aquel contratiempo, del cual está a punto de cumplirse cuarenta años, debo decir que he tenido que lidiar con sujetos del mismo corte que Juan Alvarado; individuos capaces de buscarte una ruina y encima se arrogan la facultad de asistir a tu drama como acudían las plañideras a los velatorios.

Semejante experiencia, tan del vivir diario y en tantos sitios, me ha permitido no fiarme lo más mínimo de los tipos que suelen destacar por no tener una mala palabra, ni una buena acción. Son los falsos humildes. Los sepulcros blanqueados.

Frente a quienes hay que estar siempre en guardia. Por lo que pueda ocurrir. Es lo que suelo decirles a las personas a las que aprecio. Otra cosa es que me crean a tiempo de no tener que lamentarse.
 

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