Quién no ha oído decir que la
corrupción le sale barata a los corruptos. Y, todavía peor,
nunca estuvo suficientemente mal vista. Cuando se habla de
corruptos, nada extraño es que se diga, con aceptación casi
generalizada, que mientras no sean cogidos con las manos en
la masa, hacen muy bien en trincar.
Porque en España ha sido siempre normal que los cargos
políticos, salvo raras excepciones, se lo lleven crudo. Y
hasta si alguien pone pegas a semejante comportamiento,
puede ser tachado de inquisidor y de otras cosas por el
estilo.
Días atrás, en plena tertulia, uno de los componentes
aseguraba que los españoles hemos sido siempre muy
comprensivos con las flaquezas ajenas, y si a veces las
condenamos no es por intolerancia sino por envidia. Y su
decir no estaba falto de razón.
La corrupción, pues, es la eterna amenaza que gravita sobre
la condición humana. Ya que robar es inherente a tal
condición. Ahora bien, nunca fue tratado en igualdad de
condiciones un ladrón con varios títulos que un pobre
diablo. Cuesta lo indecible, y pronto lo podremos comprobar,
condenar a un poderoso.
Estamos viviendo el momento culminante de la podredumbre a
gran escala. La corrupción política es el mal uso
(gubernamental) del poder para conseguir una ventaja
ilegítima y generalmente secreta y privada. Información
privilegiada, tráfico de influencia, sobornos, malversación,
caciquismo, nepotismo… He aquí la variedad de malas acciones
que deben ser castigadas.
Artefactos explosivos que han estado almacenados. Polvorín
cuyo estallido final podría hacer volar todas las
instituciones. Incluida la Monarquía. Lo cual sería un daño
irreversible. Ya que el republicanismo nunca fue el régimen
político adecuado para los españoles. Porque nunca se nos
dio bien.
No hace falta más que repasar nuestra Historia. Y veremos,
por ejemplo, al margen de cómo el federalismo de
Francisco Pi y Margall terminó en desastre
cantonal, durante la Primera República, cómo durante la
Segunda las desavenencias entre Niceto Alcalá Zamora
y Manuel Azaña –jefe del Estado y presidente del
Gobierno- fueron una constante. No se podían ver ni en
pintura. Y a lo más que llegaban es a soportarse. Y a partir
de ahí todo podía suceder.
Es lo que los españoles hemos hecho hasta ahora con los
cargos políticos, soportarlos -a pesar de que estábamos al
tanto de que muchos de ellos no eran trigo limpio-, mientras
los sueldos daban para vivir decentemente. Pero con la
crisis económica aparecieron todas las crisis. Aunque la
madre de todas ellas ha sido motivada por los desmanes que
se les achacan a Bárcenas y a Urdangarín. Que
pasarán a mejor vida como personajes que pusieron en un
brete a la derecha española y a la Monarquía. Más que brete,
lo que han hecho es ponerles un dogal en el cuello a ambas.
Tan peligroso que puede cumplir su función justiciera.
En fin, que España está viviendo uno de los peores momentos
de su larga vida; por más que Javier Arenas haya
dicho que no ha mucho los hubo peores. Tal vez porque el
vicesecretario general de la Política Económica y Local del
PP sigue sin darle mucha importancia a la corrupción. La
cual es grave. Muy grave. Tan sumamente grave como para
seguir recordándole a nuestro alcalde que bien haría en
averiguar quién de los suyos ha podido delinquir. Porque de
seguir Juan Vivas haciéndose el lipendi, en cuanto
concierne a un asunto que huele mal, puede costarle caro.
|