Nuestra forma de valorar los asuntos concretos de la
actualidad está inevitablemente condicionada por nuestro
análisis de la historia y del contexto global de nuestros
días. Así, una discusión sobre cualquier medida del Gobierno
o sobre algún suceso político llevada a cabo entre dos
personas que parten de presupuestos muy distintos,
difícilmente llegará a algún punto de encuentro. Es
prácticamente imposible que aunque podamos parecernos en
nuestra forma de resolver los conflictos cotidianos o en
algunos principios básicos que conforman nuestra
personalidad, una persona que acepta el discurso oficial de
los medios y yo podamos converger en alguna cuestión
política, pues nuestro análisis de la realidad hace que la
realidad de uno sea distinta a la del otro y que, por tanto,
ambos estemos discutiendo, básicamente, sobre cosas
diferentes, sobre realidades diferentes.
Quien acepta el discurso oficial entenderá que la Transición
fue un ejemplo de consenso, que los Gobiernos progresistas
de América Latina son “repúblicas bananeras” autoritarias,
que nuestra Constitución es un monumento que debe ser
intocable, que la rojigualda es el símbolo de unión de todos
los españoles, que los millonarios se ganan su fortuna, que
los recortes son necesarios porque debemos pagar la deuda,
que el PSOE representa al socialismo o que en la Guerra
civil los dos bandos fueron igual de malos porque los dos
bandos mataron y que las víctimas de ambos merecen la misma
consideración y el mismo reconocimiento por parte de los que
nos consideramos demócratas. Partir de estos lugares comunes
ya conforma el pensamiento de una persona, al igual que el
mío está condicionado por mi firme creencia de que la
Transición no tiene nada de idílica ni ejemplar, de que
América Latina y sus gobiernos machacados por la prensa
internacional constituyen un verdadero ejemplo democrático,
que nuestra Constitución fue votada bajo el chantaje del
“esto o lo de antes” y que debe ser modificada en muchos
aspectos o incluso sustituida mediante un proceso
constituyente capaz de redactar una nueva Ley Suprema acorde
a la realidad de nuestros días , que la bandera española,
queramos o no, sólo representa a una parte del pueblo
español (de ahí que siempre la veamos, como símbolo de una
idea de España, en las manifestaciones de la derecha), que
los ricos llegan a serlo gracias a un sistema injusto que
antepone el beneficio económico a las necesidades sociales
de las mayorías, que la deuda es impagable y una estafa, que
el PSOE es un partido liberal que sirve a los mismos
intereses que el PP y que durante nuestra guerra un bando
apoyó a la democracia y el otro al fascismo.
Estas concepciones de la realidad conforman las diferentes
ideologías que se dan lugar en nuestro Estado y son las que
propician el asombro y el desprecio de los partidarios del
discurso oficial hacia los que no lo aceptamos. Apoyar a
Venezuela supone que te tachen, al menos, de loco, igual que
te acusan de reabrir heridas si dices que la bandera no te
representa, o te tachan de “antisistema” si dices que no
vivimos en una verdadera democracia. Pensar diferente está
bien, siempre y cuando no traspases las barreras marcadas
por ese mensaje oficialista impuesto por el sistema y que
conforma “el punto de encuentro de todos”. El que vence
siempre muestra su victoria como la victoria de la razón,
del bien común. El totalitarismo ideológico de España es
buen ejemplo de ello. Cuando discutes sobre todas estas
“verdades oficiales”, muchos de sus defensores jamás se
apoyan en argumentos, sino en el llamado sentido común que
proporciona defender lo que se considera a todas voces como
una verdad. “Chávez es un dictador, el Rey es demócrata, la
Transición fue muy buena y España es una gran democracia”.
Los medios lanzan estas verdades absolutas, que calan en el
imaginario colectivo, y si discutes algunas de ellas estás
loco, pues una verdad absoluta es una verdad indiscutible.
Da igual que Hugo Chávez continúe ganando elecciones (un
dato interesante para los que consideran un argumento
inteligente la estupidez esa de “Hitler tambien ganó las
elecciones” y obvian que lo que hizo una vez ganadas fue,
precisamente, prohibirlas, al igual que tantos otros
derechos democráticos básicos que en Venezuela siguen siendo
legales y ejercidos por la ciudadanía...), que multitud de
personalidades reconocidas por la defensa de los Derechos
Humanos admiren su gestión, o que los hechos demuestren que
Venezuela mejora cada día y profundiza en su democracia. No
importa que el Rey jurara lealtad a los Principios
Fundamentales del Movimiento franquista o que la sola
existencia de su posición sea de por sí antidemocrática.
Nada importa en el debate entre los cuerdos oficiales y los
locos que tenemos la cabeza en otro planeta. Podremos tener
argumentos y datos, pero ellos tienen el poder de “la
razón”, el poder de pensar como la mayoría, de pensar como
el discurso oficial quiere que pienses. Ellos piensan como
los demócratas han de pensar, tienen el monopolio del
pensamiento demócrata y nosotros estamos en otro mundo.
¿Cómo discutir sobre cosas concretas cuando nuestros
presupuestos básicos hacen que nuestra visión de la realidad
que nos rodea sea completamente opuesta? Es absolutamente
imposible. Los medios de comunicación y el discurso oficial
se esfuerzan mucho porque así sea. Y porque parezca muchos
estamos locos.
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