La corrupción nos asalta cada
mañana como si fuera esa fruta madura de una sociedad
decadente, huérfana de principios morales y materiales. Se
esparce a todos los niveles como una epidemia y amenaza a
todos los que manejan el erario público. Los últimos casos y
los anteriores, toda esa retahíla de despropósitos que
cercenan nuestras conciencias y ya no menoscaban nuestra
capacidad de sorpresa, parecen llevarnos a considerar que
España “ha tocado fondo”, como ha calificado José Manuel
Caballero Bonald. Los límites insoportables de corrupción
que soportamos día a día, con nombres de raigambre e
identidades de alta alcurnia, nos han trasladado de la
visión folklórica de un país de pandereta a un país de
desalmados sin escrúpulos especializados en meter la mano en
bolsillo ajeno: el nuestro, el de nuestros impuestos, el de
todos los españoles.
Lo peor del caso es que aquí en Ceuta, pudiera darse el caso
-ya que se ha demostrado que no hay nadie a salvo- que esta
epidemia pudiera afectar a algunos si determinadas conductas
continúan en tal estado de deterioro que, a nivel médico -ya
que utilizamos la terminología para definir la corrupción-,
habría que extirpar antes de que los comportamientos lesivos
degeneren en algo más grave. Por ello, habrá que estar ojo
avizor, ya que en cualquier momento y de la forma menos
insospechada, no hay Ayuntamiento a salvo de que a primera
hora entren los policías a requisar documentación, programas
de ordenador, partidas presupuestarias y toda la
documentación necesaria para que Anticorrupción averigüe
dónde han estado los excesos cometidos. Ya hay puesto
algunos ojos en determinadas actuaciones, como ahora se dice
“poco ejemplarizantes”. A ver si el tsunami Urdangarin,
Bárcenas y demás compinches se va a llevar por delante a
alguien más en Ceuta. Ya se sabe que de tanto estirar, la
cuerda se acaba rompiendo.
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