Los problemas de corrupción que
han aflorado, debido al enriquecimiento de Luis Bárcenas,
tesorero del Partido Popular que fue hasta hace nada, están
consiguiendo que la aversión hacia los políticos, que ya era
mucha, sea ahora mogollón. Pero semejante hecho, que en
cualquier otro país podría ser motivo de dimisiones, aquí se
aprovecha para asustar al mensajero, que ceda la presión y a
esperar que el escándalo vaya remitiendo y que la gente,
ante el descubrimiento de otra depravada acción, se olvide
de la anterior.
En España existe un temor colectivo a encararse con la
realidad. Y la de los corruptos no iba a ser menos. De ahí
que uno tenga la certeza de que todo lo que ha ocurrido se
sabrá dentro de treinta años. Como menos. Cuando el asunto
ya no le interese a nadie y los trincones hayan pasado a
mejor vida y los ciudadanos, cuando se les pregunte por
Bárcenas, respondan que era el presidente del Castellón o de
cualquier otro equipo de fútbol que se les venga a la
memoria.
De momento, el llamado ‘caso Bárcenas’ está reverdeciendo
laureles de comportamientos archiconocidos en España. La que
muchos dicen llevar en el corazón pero la esquilman en
cuanto se les concede la mínima oportunidad. Mucho hablar de
patriotismo, de unidad, de la marca España, y, si me apuran,
hasta de destino en lo universal, para acabar convirtiéndola
en un patio de Monipodio. (Por si alguien no lo sabe, por
qué no, significa lugar de reunión de ladrones y rufianes.)
Patio de Monipodio en el cual los jueces deberían entrar a
por todas para demostrar, los jueces siempre tienen que
hacer ese ejercicio, que la justicia es igual para todos.
Por más que los procesos sean lentos y sus instructores
carezcan de los medios suficientes para llegar hasta el quid
de la cuestión. Lo tienen difícil. Aun así, mi confianza en
ellos está por encima de cualesquiera circunstancias
desagradables. Que de todo hay en la viña del Señor.
También hay de todo en la política. Y hasta es probable que
los políticos corruptos sean una minoría; eso sí, una
minoría que no se para en barras a la hora de trincar.
Puesto que se lo llevan calentito y con avaricia. Ahora
bien, no se le ocurra a nadie mencionar ningún nombre ni
señalar a ningún partido. Porque a los políticos, en cuanto
se les nombra para algo que no sea el elogio creen que se
ataca al Cid Campeador, a Felipe II y a Santa Teresa de
Jesús.
No hay más que oír cada día a María Dolores de Cospedal.
La de la peineta bien clavada. Y cuyas salidas a escena,
para defender lo indefendible, le van minando la
credibilidad por mor de las muchas contradicciones que va
dejando en sus discursos. Y qué decir de Soraya Sáenz de
Santamaría, tan llena de responsabilidades y repleta de
cargos, cuando hasta hace poco era la “la niña de Rajoy”.
Ojalá que ese vivir entre presuntos corruptos y, por tanto,
a convivir con la posible mierda, no la haga confundirse con
ella.
El resultado es que basta repasar durante unos días la
historia de España desde hace más de un siglo para predecir
que la apoteosis del lápiz rojo de la censura se acrecentará
en cualquier momento. Con el fin de que la fina
susceptibilidad de los gobernantes no sea alevosamente
irritada. Y hasta se irá propalando que conviene no informar
al pueblo de cuestiones baladíes por el bien de las
instituciones y para no poner en riesgo la democracia. Lo de
siempre. Que siempre habrá quienes defiendan semejante
postura a ultranza. Además de culpar a Rubalcaba y a
los medios.
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