Hay personas que suelen contarme
lo que creen que yo debo saber en relación con los
comportamientos de algunos políticos. Las hay que, cuando me
están poniendo al tanto de actuaciones deplorables, miran
hacia todos los lados, temerosas de ser oídas. Llevan la
jindama grabada en la cara.
Cuando ello sucede, y viene sucediendo desde hace bastantes
años, soy muy receptivo. Incluso adopto un lenguaje corporal
que le haga ver a mi interlocutor el interés que muestro por
sus comentarios. Procuro, como no podía ser de otra manera,
irle dando jarilla para que se sienta a gusto y largue más
de lo previsto. Y a fe que da resultado mi estrategia.
Ahora bien, mentiría si no dijera también que, salvo casos
contados, he oído infinidad de denuncias que no merecían la
pena prestarles la menor atención. Chivatazos de poca monta.
Derivados de envidias, piques y rencores tan inherentes a la
forma de ser de los españoles.
En cambio, los casos contados de confesiones verdaderas han
sido tan graves como para mantenerlas en la alacena de la
memoria, encerradas bajo las siete llaves del secreto.
Sometidas a estricta vigilancia. Para que no se me desmadren
un día, por accidente, y me quede con los glúteos al aire.
Ya que no obran en mi poder las pruebas de las malas
andanzas de algunos políticos. Porque quienes las tienen, se
van de la lengua, pero son incapaces de mostrarlas para no
salir escopetados del partido y de los cargos que ocupan.
Las guardan como oro en paño: como un seguro que les va a
permitir comer a costa del partido hasta el fin de sus días.
Las amenazas entre políticos del mismo partido son tan
reales como constantes. Los peores enemigos de los políticos
están entre sus compañeros. Que son los que van aireando
quién delinque o quién está medrando porque bla, bla, bla…
Lo cual acaba siempre en una historia con alguna Maria
Antonieta de por medio.
Días atrás, me senté a una mesa con alguien que quería,
desde hacía tiempo, charlar conmigo. Mantener un cambio de
impresiones. Ya que le habían hablado de mí, pero nunca
habíamos pasado del hola, ¿cómo estás?, y del adiós. Así que
quedamos en vernos en sitio discreto y reservado.
Para hacer boca empezamos hablando de fútbol. Y, tras esa
entradilla, mi comunicante fue al grano. Mira, Manolo,
hay un político en Ceuta que ha conseguido hacerse rico,
rico, rico. Bueno, hay varios, pero hoy me voy a centrar
nada más que en uno: Fulano. Se lo ha montado de maravilla.
¿Se puede saber cómo…? - le pregunté. Y no tuvo ningún
reparo en darme pelos y señales del asunto y cómo ha venido
actuando.
Mi comunicante chamullaba despacio, recreándose en la suerte
del chivatazo; que es una suerte con la que el delator, si
lo hace por gusto, llega a sentir una especie de orgasmo
para morirse de… placer. Mientras yo asentía a todo lo que
me iba contando. Poniendo cara de pasmado y agradeciendo con
gestos adecuados sus revelaciones.
Llegado un momento, así como quien no quiere la cosa, le
tiré de la lengua, preguntándole por qué Pedro Gordillo,
en sus momentos de angustia, no tiró de la manta. Y su
respuesta fue contundente: porque Pedro ni quiere ni puede…
Incluso me atrevería a decir que sigue pensando como si
fuera cura. Lo de secreto de confesión… ¿Tú me entiendes,
no? No. Yo no te entiendo -le contesté.
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