Alo largo de muchos siglos, tras numerosas invasiones,
oleadas migratorias, avatares de la historia, nuestra
Celtiberia se ha configurado como un amplio territorio de
diferentes pueblos, culturas y sensibilidades, con una serie
de elementos en común, que cada día son menos.
Quizás acabemos teniendo a nuestra historia como único
símbolo de comunión, la que hacemos cada día va adquiriendo
un movimiento centrifugo que nos separa a cada momento.
Pero qué somos sin un pasado común, qué significa para las
generaciones por llegar disponer o no de un anclaje en la
memoria que nos diga, al menos, de dónde venimos, entendido
como seña de identidad no ya de tamaño tribal, sino a una
escala perceptible, como tribus arrancamos nuestra
prehistoria y con la amalgama de culturas, etnias, modos de
vida, alcanzamos la consideración de pueblo enmarcado en
unas fronteras que, poco más o menos, han permanecido
invariables a lo largo del tiempo, se han conformado en su
interior reinos, se han dividido y unido por herencias
reales, se han enfrentado a enemigos comunes y por último
han formado un solo reino para poder afrontar mejor los
retos de un futuro que hoy es historia.
Con todo ello se han conseguido grandes éxitos, el salto
americano es uno de los más importantes hitos de este país,
y también grandes fracasos, ante los retos de un mundo
cambiante, no hemos sabido adaptarnos con celeridad a ellos
y nuestras arcaicas estructuras nos han pasado factura.
Pero siempre en primera persona del plural, siempre
manteniendo el sentido de grupo, el sentimiento nacional,
como parte de nuestras señas de identidad.
Cada día construimos nuestra historia y cada día estamos más
alejados unos de otros, tendiendo a formar entes separados.
El siguiente escalón se llama Europa, no solo como
territorio económico común, sino como aglutinador de todas
esas tendencias que buscan la unicidad.
Pero como concepto homogéneo de pueblos unidos bajo una
causa común también está fracasando, quizás sea el signo de
los tiempos, pero lo cierto es que no terminamos de
encontrar el camino y nos perdemos por veredas que no suelen
conducir a ningún lado.
La libertad es la máxima que nos empuja hacia nuevos
horizontes, y eso es lo único salvable de todo este marasmo.
Porque lo cierto es que los nacionalismos solo han conducido
al patriotismo mal entendido que encierra ideas
totalitarias, da igual el signo.
Y eso es algo que se percibe en los discursos pronunciados
desde la intolerancia que hace de lo diferente un enemigo a
batir, el nacionalismo se envuelve en conceptos antiguos, en
ideas trasnochadas de gran simpleza y fuerte impacto
emocional, burdas tergiversaciones de la historia que
provocan reacciones viscerales de difícil encaje en nuestra
escala de valores.
Todo ello forma parte de la estrategia de unos pocos, que
están dispuestos a socavar los cimientos de la convivencia
con tal de obtener una posición o una rentabilidad
difícilmente justificable en otros escenarios.
Tampoco la respuesta puede darse rebajándose al nivel de
aquellos que protagonizan estos falsos desencuentros, puesto
que entonces nos convertimos en aquello que repudiamos.
El resultado hace que nos sintamos un tanto desorientados y
sin saber muy bien qué hacer, puesto que da igual la opción
que tomemos, siempre obtendremos una respuesta negativa, en
clave ideológica, que suscitará nuevos desencuentros, en un
laberinto sin salida.
Es fácil de entender que el tamaño es importante a la hora
de hacer frente a los retos de una economía global, a la
hora de defender frente a terceros nuestras posiciones, a la
hora de crear riqueza y de repartirla de la manera más
igualitaria posible, por lo tanto el que seamos una nación
sólida, creíble, dinámica y moderna, con ideas nuevas y
capacidad de liderazgo, es básico para nuestros propios
intereses, no para los de un determinado grupo social o
étnico, sino para el conjunto de personas que conformamos la
nación, porque al fin y al cabo no somos más que eso, un
grupo de individuos unidos bajo una cultura, una lengua y
territorio comunes, que nos da cobertura formal y nos
protege de los sinuosos movimientos económicos de un mundo
cada vez más globalizado y hostil.
Todo eso es el legado de nuestros antepasados, que
deberíamos mejorar antes de pasarlo a la siguiente
generación, y todo eso es lo que estamos desmontando pieza a
pieza para luego no saber muy bien como volver a montarlo
para que funcione.
Es evidente que toda esa herencia no es buena, que todo lo
que nos ha llegado no podemos mantenerlo tal cual, nuestra
obligación es eliminar lo malo, aceptar lo bueno y seguir
adelante, al fin y al cabo, somos celtiberos, nos guste o
no.
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